Hemeroteca Laus DEo02/08/2022 @ 00:53
Nació en Marianella, cerca de Nápoles, el 27 de Septiembre de 1696. Sus padres fueron José de Ligorio, Capitán de la Armada naval y Ana Cabalieri, ambos pertenecientes a la Aristocracia napolitana.
San Alfonso fue el primogénito de siete hermanos; cuando aún era niño sus padres recibieron la visita del misionero jesuita San Francisco Jerónimo, que bendijo a Alfonso y profetizó: «Este chiquitín vivirá 90 años, será Obispo y hará mucho bien».
Siendo un muchacho, San Alfonso ingresaría en la Hermandad de la Nobleza, donde comenzó su formación intelectual aprendiendo varios idiomas: español, francés, griego y latín. A los 16 años, obtuvo el grado de Doctor en Derecho Civil y Canónico.
Su padre deseaba hacer de él un brillante político, estudió varios idiomas y aprendió música, artes y detalles de la vida caballeresca. En su profesión de abogado iba obteniendo grandes triunfos. Todo esto no le dejaba satisfecho por el gran peligro que hoy existe en el mundo de ofender a Dios. A sus compañeros les repetía: «Amigos, en el mundo corremos peligro de condenarnos».
Más tarde escribió: «Las vanidades del mundo están llenas de amargura y desengaños. Lo sé por propia y amarga experiencia».
Su noble padre quería que se casase con alguna joven, de familia muy distinguida, para que formara un hogar de alta clase social. Pero cada vez que le preparaban algún noviazgo, la «novia» de turno terminaba por exclamar: «Muy noble, muy culto, muy atento, pero… ¡vive más en lo espiritual que en lo material!
Hubo un pleito entre el Doctor Orsini y el gran Duque de Toscana. El joven Doctor Alfonso defendía la causa de Orsini. Su exposición fue maravillosa, brillante. Sumamente aplaudida. Creía haber obtenido el triunfo para su defendido. Pero apenas terminada su intervención, se le acercó el jefe de la parte contraria, le alargó un papel y le dijo: «Todo lo que nos ha dicho con tanta elocuencia cae de su base ante este documento».
Alfonso lo lee, y exclama: «Señores, me he equivocado», y sale de la sala diciendo en su interior: «Mundo traidor, ya te he conocido. En adelante no te serviré ni un minuto más». Se encierra en su cuarto y está tres días sin comer. No hace sino rezar y llorar.
Después se dedicará a visitar enfermos, y un día en un hospital de incurables le parece que Jesús le dice: «Alfonso, apártate del mundo y dedícate sólo a servirme a mí». Emocionado le responde: «Señor, ¿qué queréis que yo haga?».
Y se dirige luego a la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced y ante el Sagrario hace voto de dejar el mundo. Y como señal de compromiso deja su espada ante el Altar de la Purísima Virgen.
Pero tuvo que sostener una gran lucha espiritual para convencer a su padre, el cual cifraba en este hijo suyo, brillantísimo abogado, toda la esperanza del futuro de su familia. «Alfonso mío – le decía llorando – ¿Cómo vas a dejar tu familia? – y él respondía: Padre, el único negocio que ahora me interesa es el de salvar almas».
Al fin, el 21 de Diciembre de 1726, cuando San Alfonso contaba 30 años de edad, es ordenado Sacerdote de Cristo. Desde entonces se dedica trabajar con la gente de los barrios más pobres de Nápoles y de otras ciudades. Reúne a los niños y a la gente humilde, al aire libre y les enseña Catecismo.
Carta manuscrita y firmada por
San Alfonso María de Ligorio
Su padre que gozaba oyendo sus discursos de abogado, ahora no quiere ir a escuchar sus sencillos sermones sacerdotales. Pero un día entra por curiosidad a escucharle una de sus pláticas, y sin poderse contener exclama emocionado: «Este hijo mío me ha hecho conocer a Dios». Y esto lo repetirá después muchas veces.
El 13 de Mayo de 1731, junto a la Venerable María Celeste Crostarosa, San Alfonso fundó la rama femenina de la Congregación del Santísimo Redentor; se le reunieron otros Sacerdotes y con ellos, el 9 de Noviembre de 1732, fundó en la localidad de Scala (Nápoles) la Congregación de los Padres Redentoristas. Y a imitación de Jesús Nuestro Señor se dedicaron a recorrer ciudades, pueblos y campos predicando el evangelio. Su lema era el de Jesús: «Soy enviado para evangelizar a los pobres». El 25 de Febrero de 1749, el Papa Benedicto XIV aprueba la Regla de la naciente Comunidad.
Durante 30 años, con su equipo de Misioneros, recorre campos, pueblos, ciudades, provincias, permaneciendo en cada sitio 10 o 15 días predicando, para que no quedara ningún grupo sin ser instruido y atendido espiritualmente.
La gente al ver su gran espíritu de sacrificio, corría a su confesionario a pedirle perdón de sus pecados. Solía decir que el predicador siembra y el confesor recoge la cosecha.
Es admirable como a San Alfonso le alcanzaba el tiempo para hacer tantas cosas. Predicaba, confesaba, preparaba misiones y escribía. Hay una explicación: Había hecho votos de no perder ni un minuto de su tiempo. Y aprovechaba este tesoro hasta lo máximo. Al morir deja 111 libros y opúsculos impresos y dos mil manuscritos. Durante su vida vio 402 ediciones de sus obras.
Su obra ha sido traducida a 70 lenguas, y ya en vida llegó a ver más de 40 traducciones de sus escritos.
Para su libro más famoso, «Las Glorias de María», empezó San Alfonso a recoger materiales cuando tenía 38 años de edad, y terminó de escribirlo a los 54 años, en 1750. Su redacción le gastó 16 años.
En 1762 el Papa lo nombró Obispo de Santa Águeda, cargo que aceptó por obediencia al Papa con estas palabras «Cúmplase la Voluntad de Dios. Este sufrimiento por mis pecados» – exclamó – y aceptó. Tenía entonces 66 años.
Durante los trece años de su Episcopado en Santa Águeda visitó cada dos años los pueblos. En cada pueblo de su diócesis hizo predicar misiones, y él mismo predicaba el sermón de la Virgen o el de la despedida.
Vino el hambre y vendió todos sus utensilios, hasta su sombrero y anillo episcopal y la mula y el carro del Obispo para dar de comer a los hambrientos. Enfermo, presentó su renuncia como Obispo y al ser ésta aceptada exclamó: «Bendito sea Dios que me ha quitado una montaña de mis hombros».
Dios lo probó con enfermedades. Fue perdiendo la vista y el oído. «Soy medio sordo y medio ciego – decía – pero si Dios quiere que lo sea más y más, lo acepto con gusto».
La delicia de nuestro Santo era pasar las horas junto al Santísimo Sacramento. A veces se acercaba al Sagrario, tocaba a la puertecilla y decía: «¿Jesús, me oyes?»
Durante su convalecencia le encantaba que le leyeran Vidas de Santos. Un hermano tras otro pasaban a leerle por horas y horas. Preguntaba con frecuencia: ¿Ya rezamos el Rosario? Perdonadme, pero es que del Rosario depende mi salvación. «Traedme, a Jesucristo», decía, pidiendo la Sagrada Comunión.
San Alfonso entregó el alma a Dios Todopoderoso el 1 de Agosto de 1787, a mediodía, con el rezo del Ángelus; alcanzó los 90 años de vida terrenal. Sería Beatificado el 15 de Septiembre de 1815 por Pío VII. El Papa Gregorio XVI lo canonizó en 1839 y el Papa Pío IX lo declaró Doctor de la Iglesia en 1875.
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