Hemeroteca Laus DEo23/05/2021 @ 19:01
SANTA ÁNGELA DE LA CRUZ,
MAESTRA DE ESPIRITUALIDAD
por Manuel Ruiz Jurado, s.j.
Santa Ángela fue una pobre obrera en una fábrica de zapatos de Sevilla. El 2 de agosto de 1875 fundó las Hermanas de la Compañía de la Cruz. Murió en Sevilla el 2 de marzo de 1932.
En 1982, una vez superadas todas las fases del proceso, la Iglesia reconoció que sor Ángela de la Cruz era digna del culto de los beatos. La ceremonia de beatificación tuvo lugar en Sevilla el 5 de noviembre de 1982, con ocasión del primer viaje de Juan Pablo II a España, ante una multitud inmensa, calculada aproximadamente en un millón de personas.
Hoy la veneración a sor Ángela y el recurso a su intercesión se ha hecho universal. Sus devotos, desde diversas partes de España, pero también desde Estados Unidos, Colombia, Venezuela, Alemania, Francia, Suiza, etc., nos refieren gracias obtenidas por su intercesión.
Sor Ángela de la Cruz quiso servir a los pobres por amor a Cristo crucificado. Envió a los barrios más pobres a sus hijas, las Hermanas de la Compañía de la Cruz, para que ayuden a los más abandonados: «Si para aconsejar a los pobres que sufran sin quejarse los trabajos de la pobreza, es preciso llevarla, vivirla, ¡qué hermoso sería un Instituto que por amor a Dios abrazara la mayor pobreza, para de este modo ganar a los pobres y subirlos hasta él» (Escritos íntimos).
Por ello -escribía en agosto de 1875- «la principal ocupación de la Compañía, tocante a sus hermanos, será: primero, asistir a los enfermos en sus casas; esos enfermos que si se llevan al hospital se mueren más pronto, con una gran amargura; y si se les socorre y consuela sin apartarlos de sus hijos, la amargura se convierte en una dulce tranquilidad, y mueren dando a Dios pruebas de su agradecimiento» (ib.).
Sor Ángela enseña a acercarse a la miseria tal como es, donde se encuentre, sin reservas ni titubeos, según el ejemplo del buen samaritano. Se hace más pobre que los pobres para transmitir a los pobres el espíritu de las bienaventuranzas que la colma, con su mirada de fe. De él recibe la consolación y la alegría que desea comunicar a los pobres y a los que sufren, con quienes entra en contacto. Y lo hace con la sinceridad maternal de una mujer del pueblo que irradia, en su caminar por la vida, la sabiduría vivida de la cruz de Cristo.
Esta pobre obrera, ignorante en letras humanas -casi no sabía escribir-, sin saberlo ni quererlo, se convirtió en una de las más grandes escritoras espirituales de nuestros tiempos. Las personas que han tenido la posibilidad de leer sus Escritos íntimos, publicados por la universalmente famosa editorial BAC (Biblioteca de autores cristianos) de Madrid (próximamente, la editorial Città Nuova publicará la traducción italiana), pueden confirmar la verdad de esta afirmación. Esta obra cuenta ya con varias ediciones, pero las numerosas obras de sor Ángela de la Cruz, publicadas hasta ahora en ediciones para uso privado del Instituto, cobrarán relieve público cuando sean divulgadas con motivo de la canonización, que Dios mediante tendrá lugar pronto [tuvo ya lugar en Madrid el 4 de mayo de 2003].
Son una joya de la espiritualidad cristiana. En muchos aspectos, y de manera especial por lo que atañe a las consecuencias prácticas del misterio de la cruz en la vida de santidad, con el paso del tiempo podrá compararse, a mi parecer, a los más grandes maestros de espiritualidad que la han precedido. Sabía descubrir, con los trazos inseguros de su pluma, los tesoros ocultos en el misterio de la cruz del Salvador con una penetración desacostumbrada incluso entre los grandes teólogos y escritores espirituales.
Su doctrina no es sistemática; más bien, es la aplicación constante de la sabiduría de la cruz tanto a las circunstancias de la vida ordinaria, suya y de las hermanas, como a los acontecimientos extraordinarios. Esa aplicación nace de la persuasión eficaz, iluminada, que, después de que Cristo se anonadó hasta dejarse crucificar por nosotros, el camino de la santidad cristiana pasa por la humillación, la abnegación, o sea, nuestra crucifixión con Cristo. Cada acto concreto de humillación es para sor Ángela una exigencia de la sabiduría de la cruz que ha invertido la dirección de la sabiduría del siglo: a la luz de esta sabiduría, bajar es subir a los ojos de Dios. Subir y exaltarse a sí mismo es bajar, porque «el que se humilla será exaltado, y el que se exalta será humillado» (Lc 14,11).
«Hasta los mayores talentos -dirá sor Ángela- sufren confusión, y aun los hombres grandes cometen muchos desaciertos como castigo de su presunción y para que se rindan a su Creador de quien lo han recibido todo. (…) Dios mío, por la humildad suspiro y es mi mayor deseo. ¿Cuándo la alcanzaré? (…) Poner cara agradable a los que de algún modo nos han rebajado» (Máximas espirituales).
Otro día hizo este propósito: «Alegrarme de que a otras atiendan y a mí me desprecien» (ib.). Y al día siguiente: «Alegrarme de que no parezca bien lo que yo diga y, en cambio, acepten lo que otras expongan» (ib.). Y también: «Dar gracias a Dios cuando no me den la razón en nada» (ib.).
Con el amor y la minuciosidad propios del servicio femenino, delicado, y con la viveza de su temperamento andaluz, ve en toda circunstancia el homenaje exigido por Dios, mediante la sabiduría de la cruz, de la que el Señor la ha dotado.
Cuando se acerca la Navidad, juntamente con sus religiosas, prepara al Niño Jesús una canastilla espiritual constituida por la práctica de diversas virtudes y sobre todo por el amor a la cruz y a la santa indiferencia con respecto a los trabajos que se le encomiendan, la casa a la que la obediencia la destina y, sobre todo, el desempeño del cargo de madre general, para ella tan costoso. Ser indiferentes a todo para que Jesús pueda descansar dulcemente en nuestros brazos. Arde en deseos de que se difunda por doquier el amor a la cruz y, de modo particular, entre las que han sido llamadas a esta sublime vocación: las Hermanas de la Compañía de la Cruz. «Un solo amor debe reinar en su corazón y ha de ser el amor a la cruz, a Jesús crucificado, que se esconde en los pobres y en los que sufren».
Con esta canastilla espiritual exhortaba a sus religiosas a prepararse para vivir con un amor intenso y sincero las fiestas de Navidad. Estas son sólo algunas expresiones del alma enamorada de sor Ángela, pero en su lenguaje nos parece escuchar un eco de los ardores de san Ignacio de Antioquía: «Mi Amor está crucificado».
Estas expresiones sencillas de su amor no nos hacen pensar que sor Ángela quedara enredada en una maraña de pequeñeces. Contemplaba la sociedad de su tiempo, orgullosa de su sabiduría humana, y comprendía la necesidad que esa sociedad tenía de un testimonio basado en la sabiduría de la cruz, vivida en la realidad de cada día, de modo patente, sin ostentaciones, pero sí real y auténtico.
Tanto las acciones ordinarias como las extraordinarias, que no se deben imitar sin una moción especial de Dios, como la de apoyar los labios y chupar una llaga llena de pus de una enferma, llevándola así a su curación total, sin tener que sufrir la grave intervención quirúrgica pronosticada por los médicos, brotaban de aquella invitación que escuchó en la oración dentro de su alma: «Al ver a mi Señor crucificado deseaba, con todas las veras de mi corazón, imitarle, conocía con bastante claridad que en aquella cruz que estaba en frente a la de mi Señor debía crucificarme con toda la igualdad que es posible a una criatura» (Escritos íntimos). Esta contemplación la impulsó a llamarse Ángela de la Cruz.
Sus raíces de inspiración evangélica se remontaban al ejemplo del PobreciIlo de Asís, y se alimentaban cada año en la fuente de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola: «Ser pobres efectiva y afectivamente al pie de la cruz, para servir a nuestro Instituto». No harán viajes por turismo, no asistirán a las fiestas de sociedad, «ni tendrán siquiera hábitos nuevos, si con ello podemos escandalizar o simplemente parecer al pueblo menos pobres». Sólo así los pobres, a los que sor Ángela y sus religiosas asisten, podrán decir: «Me aconsejan lo que practican».
Este es su mensaje: ser en el mundo un desprendimiento, de pobreza, de humildad, que llame la atención entre tanto egoísmo, lujo y despilfarro.
[L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 24-I-2003]
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