Muchas veces se escucha el relato de la anunciación y siempre produce el mismo estupor: ¿Cómo es posible que una mujer conciba un hijo sin intervención del varón? La virginidad de María aparece ante muchas inteligencias como un absurdo para la naturaleza humana y su biología, y de otro modo, como un alarde innecesario del poder de Dios..
Algunos eclesiásticos medievales explicaban: «¿puede la luz del sol atravesar la vidriera sin romperla? ¿Y no ocurre entonces que la luz queda impregnada con los colores de la vidriera? Pues así ha dejado el Sol su paso por María y de ella ha adquirido la nobleza de su humanidad».
Ya los primeros cristianos, incluso desde el siglo II, tuvieron a bien propagar esta tradición verdadera de su constante virginidad como si fuera un legado precioso que la misma María, en confidencia, dejó a los primeros discípulos que la acompañaron. Ella misma pudo declararlo expresamente cuando cantó ante su prima Isabel aquellas palabras de las antiguas escrituras: “bienaventurada me dirán todas las generaciones porque el poderoso ha hecho obras grandes por mí”. La encarnación del Hijo de Dios en el seno de una mujer virgen es la señal más elocuente de que Jesús viene totalmente de Dios. Este acontecimiento son grandes obras de Dios: María ni lo buscó, ni lo pidió y ni siquiera se lo pudo imaginar . María Virgen es el signo ante todas las generaciones (“bienaventurada me dirán…”) de que Jesús es también de origen divino. Por tanto, la Virginidad de María es como la «carta de recomendación» de Jesús como Hijo de Dios que ha venido a la tierra. Y, por otra parte, se la llama Inmaculada por haber sido preservada del pecado original, ya que debía nacer de su seno el Cordero Inocente que quita el pecado del mundo.
Es una maravilla poder contemplar hoy cómo María se ha convertido para todos nosotros en la hacedora de una nueva humanidad. Ella es la «nueva Eva» -como decían los Padres de la Iglesia- la madre de todos los nacidos a la fe en Cristo, madre de un pueblo nuevo de personas libres, de una iglesia de hombres y mujeres unidos por un amor santo. Ella es la madre de todos los que han dicho «sí» a vivir la Palabra de Dios como el mayor bien de sus vidas. Porque si Jesús es la Palabra de Dios hecha carne, María es la Palabra vivida.
Hoy nos podríamos atrever a pedir por medio de María Inmaculada vivir desde hoy más libres de apegos y de las ataduras de nuestros pecados, y ruego a la Madre que nos inspire esa apertura a vivir pendientes de la Palabra de Dios para ponerla en práctica inmediatamente, siendo como ella, portadores de la presencia de Jesús para los que están cerca de nosotros.
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