“Fue en Antioquía donde por primera vez llamaron a los discípulos cristianos”. Quería el autor de los Hechos de los apóstoles dejar constancia de esa primera denominación con que se reconocía a los primeros seguidores de Jesús. Nos encontramos en una de las primeras persecuciones contra el cristianismo (“provocada por lo de Esteban”), y, en medio de tan aparente desconcierto, el Espíritu Santo actúa. Lo contrario sería lo extraño, porque la historia de la Iglesia sólo ha dado frutos abundantes, a la medida de Dios, cuando ha estado rubricada con el signo de la Cruz.
Hay que detenerse en el el significado de la paz para un cristiano. Y dejamos constancia de que no tiene nada que ver con la que el mundo nos presenta. Un fiel seguidor de Cristo encuentra la alegría y el gozo, no en los resultados estadísticos o en la vanagloria de la fama y el poder, sino en la absoluta certeza de que “la mano del Señor está con él.” Este abandono en la providencia divina nada tiene que ver con un comportamiento de “verlas venir”, más bien es consecuencia de haber alcanzado una cierta paz interior, porque el Espíritu Santo se encuentra “a sus anchas”, y lo único que importa es reconocer el “dedo” de Dios en cualquier situación.
“Os lo he dicho, y no creéis”. Hemos de considerar el número de veces en que el Señor habla de “fe”, “confianza” o “creer”. Lo curioso es que casi siempre lo hace en un cierto tono de reproche. El dolor moral que debía sufrir Jesús por la falta de credibilidad, en sus palabras y hechos, debió ser ciertamente notable. En algún momento, se nos dice que “no podía hacer milagros a causa de la falta de fe”.
Por tanto, vamos percibiendo algunas características que distinguían a los primeros seguidores de Jesús, y por las que se justifica la denominación de cristianos:
– Perseguidos.
– Llenos de paz interior.
– Abandonados en las manos de Dios.
– Colmados de confianza en la acción del Espíritu Santo.
– Y, sobre todo, confirmados en la Cruz.
¿Se asemejan estos signos con el retrato de un cristiano del siglo XXI?… No se trata de generar una alarma colectiva, ni mucho menos apocalíptica, pero nos pueden venir “al pelo” todas estas premisas para que cada uno haga examen de conciencia, y no vuelva la vista atrás como un nostálgico, que repitiera incesantemente: “¡aquellos sí que eran buenos tiempos!”.
Se nos habla en el Evangelio de la figura del Buen Pastor encarnada en Jesús. Es importante que recordemos que el Señor no es un personaje que lucha para que progresemos en nuestro estado de “bienestar”. Cristo nos conoce, y espera por nuestra parte que demos testimonio de Él. Y la prueba la encontramos, cada día, en medio de lo que calificamos: anodino, aburrido, monótono o cansino. Es bueno que resuene en nuestra memoria, una y otra vez, que la recompensa que esperamos de Dios no es un aumento de sueldo, ni una gratificación extraordinaria, ni un viaje a Cancún. Jesús “sólo” nos promete la vida eterna.
Si acudimos a la Virgen, como lo haría un niño “llorón” a su madre, seguro que percibiríamos una sonrisa y una caricia. Jesús cargo con la Cruz, pero María la sostuvo en su corazón. ¿Hay algo más entrañable en la señal del cristiano?
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