Jesús podría haber pensado ¿Cómo que si quiero?, ante la extraña petición del leproso. Aquel hombre quizá se sentía indigno. Quizá la misericordia de Dios sólo fuese posible para los merecedores de ella. Y él, impuro, no lo era. El caso es que aquel hombre en vez de pedir como todo el mundo «sáname», dijo: «Si quieres, puedes». No dudaba de que Jesús pudiese, no dudaba del poder de Dios. Dudaba de su voluntad. En realidad es también una falta de fe.
Quizá muchas veces nosotros también dudamos. No del Poder de Dios, de su capacidad sino de su voluntad. Nos sentimos indignos, no merecedores de su misericordia, y de hecho lo somos. Pero todos, no unos más que otros. Justicia es dar a cada uno lo que se merece, perdón es no dar a alguien lo que merece. La gracia es dar a alguien lo que no merece.
Por eso Jesús mandó al leproso a los sacerdotes. Que conste la curación del apestado y aquel hombre, en flagrante desobediencia a Jesús, fue y lo proclamó a los cuatro vientos. Entusiasmado, no por verse curado sino por saberse amado.
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