En una tertulia multitudinaria, allá por los primeros setenta, le preguntaron a Josemaría Escrivá de Balaguer, Santo Fundador del Opus Dei, sobre el futuro de la Obra con el paso de los años: la prueba, real y obligada del tiempo, como todo lo humano; también en el plano Eclesial.
El «presente» de la misma, viendo las miles de personas que abarrotaban el lugar «en esa tertulia de familia», era de una evidencia tan clamorosa, que no procedía.
Pero sí el futuro. Porque depende de nosotros, amén de lo que el Señor tenga a bien disponer; pero que, normalmente, en su disponer cuenta con nosotros, sus ‘causas segundas’. Que para ésto nos ha hecho libres, entre otras cosas.
San Josemaría, por su parte y siempre -desde los principios de la Obra, que andó a solas con Dios y con su Madre-, nos habló y nos escribió que el Opus Dei había nacido «con vocación de eternidad»: que, «si éramos fieles» a la letra y al espíritu, la Obra duraría por siempre, mientras hubiese hombres sobre la Tierra: la Santidad personal ES la Vocación del hombre, hijo de Dios en su Iglesia en medio del mundo.
Está era, pues, la receta que nos dió el Santo Fundador, contestando a una persona -si pertenecía o no al Opus Dei, lo desconozco-, en una de esas «tertulias», tan de familia y tan gozosas a su carácter y estilo, sobre el futuro del Opus Dei. Así contestó:
«Si somos humildes, y no nos salimos de nuestro fin…». Y ya no recuerdo más, para poder seguir citando literalmente. Pero sí fue ésta la idea -la plena seguridad-, que sembró en todos los corazones que le escuchaban.
Porque la pregunta no era una más, ni una tonteriica al uso: tenía fuste y «miga». Y miraba al futuro. Cosa que hay que tener siempre presente, si se quiere acertar en los medios para conseguirlo. Es decir: si se quiere conseguir y NO dilapidarlo, junto al presente y al pasado.
Por qué lo de «fuste y miga»?
Porque, desde el último Concilio, se estaba obligando a todas las Instituciones Eclesiales a «cambiar» sus Estatutos. Sí o también. De obligado cumplimiento.
En muchas de ellas, varias veces centenarios, y con unos frutos -auténtico y contrastado éxito- constantes y contantes, a prueba de todas las vicisitudes que padecieron. Que ni fueron pocas, ni pequeñas: pero ahí estaban, y ahí han estado fecundando a la Iglesia y salvando a las almas todas.
Que es exactamente para lo que están, y para lo que son: un verdadero tesoro de Santidad y de Gracia.
Prácticamente TODAS lo hicieron: se cortaron a sí mismas sus propias raices. Y, lógicamente, se están muriendo. NINGUNA ha ido a mejor: cada pocos días alguna echa el cerrojo.
Algunas, muy pocas pero bien asesoradas, y abandonadas a la oración hecha con Fe, resistieron el embite. Y, «curiosamente», vencieron; aunque fuese a costa de separarse y «refundarse». Pero ahí están, capeando el temporal.
El Opus Dei también «actualizó» sus Estatutos; pero, como estaba presente su Fundador, y no tenían aún su Camino Jurídico resuelto, fue más un «retoque cosmético» que un planteamiento de fondo.
Su «política» fue la de «ceder, sin conceder»; para «recuperar» de nuevo en cuanto se pudiese. Y le ha ido bastante bien. Lógico.
Por qué traigo ahora está experiencia particular del Opus Dei?
Porque sirve para cualquier Institucion de la Iglesia, incluida la propia Iglesia, si quiere volver a ser lo que fue. Caso de que aún haya gentes que luchen por ésto, al ver no sólo la deriva actual, nefasta en sí misma, sino que quieran volver a vivir «en Católico», fieles a Cristo, su único Dios y Señor, recuperando su Carisma fundacional. NO hay otra salida para enderezar tanto entuerto, tanta torpeza y tanta traición.
Hay que volver a las fuentes, ir nuevamente con Fe, con un total abandono en el Señor, a las raíces más auténticas de la Iglesia y, por ende, de cada Institución, para recuperar la salud espiritual y la cordura intelectual y moral.
NO hay otro camino. Ésta debería ser la lógica y firme conclusión dada las locuras odiernas.
Recuerdo que, a fines de los sesenta, se contaba por Roma lo ufano que andaba un Cardenal porque había conseguido que un convento de monjas de clausura, dedicadas en exclusiva a la Adoración ante el Santísimo, se habían «reconvertido» -ésto no fue «un soplo», sino un auténtico gripazo del «espíritu»- en cuidadoras de enfermos, o así. Ufano estaba, pues algo había tenido que ver. Y NO se recataba: tocando las trompas por donde pasaba…
Qué otra forma de rectificar hay cuando se llega a afirmar que «en tiempos de Cristo no había grabadoras»? Afirmación que no es casual, ni al tun-tun: es buscada con ganas.
Es posible seguir, erre que erre, con el mantra del Sínodo de la Sinodalidad: último timo -por ahora- en el haber Eclesial? Sin olvidar el fraude del Sínodo de la familia, el de la Pachamama, el del rito amazónico, y demás.
Se puede mantener el tipo cuando se ha llegado al no-repuesto en tantos Seminarios y casas religiosas?
Se puede mirar para otro lado cuando las Misas se han convertido en máquinas continuas de Sacrilegios? Amén, de haber desaparecido, en tantos lugares y por sistema, la Confesión sacramental?
Para qué seguir, que podría perfectamente.
Sí he traído al presente algo de la historia del Opus Dei, no ha sido tanto por la Obra, como por señalar unas formas de actuar que se han manifestado seguras y fecundas, dentro de la Iglesia. En el extremo opuesto a la muerte anunciada y segura de lo que se lleva ahora.
Para amarrar su destino hasta el final de los tiempos, san Josemaría nos escribió, como su más preciado herencia, lo que se llaman «las tres campanadas».
Tres cartas de padre muy padre a sus hijos. Sus recomendaciones más paternales y más ajustadas a su corazón, pues nos quería con la seguridad que sólo está en la Fidelidad.
Y el Beato Álvaro del Portillo, su primer Sucesor al frente de la Obra, que nos escribió por su parte un buen paquete de cartas, no tuvo otro afán que el de que fuésemos fieles a esa herencia. Porque no teníamos otra.
Llegó a escribirnos, con la Escritura Santa entre las manos: Maledictus qui fecit opus Dei fraudulenter! «Maldito el que haga la Obra de Dios fraudulentamente!». Más diáfano, y más concreto, imposible.
La única misión de los hijos e hijas de san Josemaría es y será siempre pisar donde nuestro Santo Fundador ha pisado: seguir sus huellas. Aprovechar sus pisadas, el Camino que nos dejó, no sólo roturado sino perfectamente hacedero.
Está debe ser la historia de toda Familia y/o Institución Eclesial, si quiere ser fiel a la Vocación recibida y perdurar contra viento y marea. Contra las insidias desde dentro, que son las más dañinas.
Porque, cuántas veces, cuando se detecta el mal interior es casi imparable!
Por eso hay que estar sobreaviso: custos, quid de nocte?
Por esto hay que «aprender a escarmentar en cabeza ajena»; que no es poca prudencia, ni sabiduría a la baja. Al contrario. Porque: «lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible». De cajón.
Acudimos al apóstol Santiago como auténtica Autoridad: Adúlteros (no es delicadeza lo que destila precisamente tal calificativo): no sabéis que la amistad del mundo es enemistad de Dios? El que quiere ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios.
Ésta es la raíz podrida que ha traído, sí o sí, tan malos frutos: podridos también. Porque NO vale componenda alguna.
Por cierto: NO hay autoridad «válida» en la Santa Iglesia, del Papa al último eslabón en el orden jerárquico, que purda hacer tabla rasa de estas palabras, que son Revelación: Palabra de Dios.
Que se ha impuesto desde arriba, es indubitable. Pero ha sido ABUSO de autoridad. Es decir: Injusticia respecto a las ovejas, y Desprecio a la Palabra de Dios. Doble crimen.
Insisto: no pretendo poner la Obra en primer plano, sino mostrar el único y verdadero camino, valido para todos: es el camino de la Fidelidad a lo que el Señor nos ha puesto entre las manos, ut operaretur et custodiret illum.
No tenemos otra finalidad mientras estamos en este mundo, y buscamos ganarnos la Felicidad Eterna.
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