En la aurora de la cristiandad, cuando la sangre de los justos marcaba con su carmín las arenas del circo, surgieron voces que no clamaban por piedad, sino por consumación. Eran los mártires, testigos en el sentido más alto de la palabra, cuyas almas, encendidas en la llama del amor divino, anhelaban su tránsito como el ciervo anhela las aguas vivas. Entre ellos brilla con luz singular San Ignacio de Antioquía, quien, al presentir la cercanía de su sacrificio, pronunció palabras que resuenan como un eco de la eternidad:
“Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras para llegar a ser pan puro de Cristo.”
¿Qué es este grito sino la expresión suprema de la fe llevada a su cumbre? No es lamento, ni resignación, ni simple valentía natural; es la voz de un alma que ha comprendido el misterio más profundo del cristianismo: morir en Cristo es renacer en gloria, ser triturado es ser transformado, desaparecer en la oblación es encontrar la plenitud del ser.
El martirio es la más alta configuración con el Redentor; es la expresión última y perfecta del amor. El mundo lo ve como derrota, pero la Iglesia lo canta como triunfo; los verdugos creen que destruyen, pero sólo purifican; la muerte parece devorar al justo, pero en verdad lo exalta.
1. Trigo de Dios: el martirio como sacrificio eucarístico
San Ignacio no se limita a aceptar el martirio: lo desea, lo abraza, lo ruega. No como quien desespera de la vida, sino como quien ha comprendido que el verdadero sentido de la existencia no está en conservarla, sino en ofrecerla. Su metáfora del trigo encierra un simbolismo sublime: el mártir no es un condenado, es un pan en preparación; no es una víctima inerme, sino un holocausto voluntario.
La Escritura nos da la clave para interpretar este misterio:
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.” (Juan 12, 24)
La Iglesia ha entendido siempre que en la oblación del mártir se prolonga el sacrificio de Cristo. La Eucaristía es el centro del cristianismo porque es el memorial vivo del sacrificio del Calvario; pero el martirio es su actualización en la carne de los santos. De ahí que la Iglesia primitiva celebrara la Misa sobre las tumbas de los mártires: en ellos se hacía visible lo que en el altar se realizaba místicamente.
San Ignacio lo comprende con toda la lucidez de un alma inflamada por Dios: su muerte no es aniquilación, sino transfiguración. Como el trigo es triturado para convertirse en pan, así él será triturado para convertirse en oblación perfecta. No se aferra a la vida, porque su corazón late con la certeza de que muriendo con Cristo se puede reinar con Él.
2. El martirio: la unión total con Cristo
El mundo no entiende el martirio. Para la mentalidad terrenal, la muerte es siempre un mal, un fracaso, una pérdida irreparable. Pero Cristo ha dado un giro absoluto a esta visión:
“Quien pierda su vida por mí, la hallará.” (Mateo 16, 25)
San Ignacio es un alma totalmente poseída por esta verdad. No teme a las fieras, no se resiste al suplicio, no busca caminos de evasión. Al contrario, su única inquietud es que los fieles de Roma, movidos por la compasión humana, intercedan para librarlo. Por eso les escribe con vehemencia:
“Dejadme ser imitador de la Pasión de mi Dios.” (Carta a los Romanos, 6)
Aquí está el núcleo del martirio cristiano: no es una simple muerte heroica, sino una identificación plena con Cristo crucificado. Santo Tomás de Aquino explica que el martirio es la forma más alta de la caridad, porque en él el hombre entrega su vida por amor a Dios (Suma Teológica, II-II, q. 124, a. 3).
Y es que el mártir no sólo imita a Cristo: en él se cumple el misterio de la Cruz. Como enseña San Pablo:
“Con Cristo estoy crucificado; y no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí.” (Gálatas 2, 20)
Por eso San Ignacio no teme, no se lamenta, no retrocede. Su carne será despedazada, pero su alma se unirá irrevocablemente al Amado.
3. El martirio como semilla fecunda
Roma creía que exterminaba a los cristianos al entregarlos a la espada y a la hoguera, pero en verdad los multiplicaba. En el martirio se revelaba con potencia el misterio del cristianismo: la muerte no vence, la Cruz no destruye, la sangre no apaga la fe, sino que la enciende más.
La sangre de los mártires es semilla de cristianos.
San Ignacio no fue derrotado en el circo romano: fue coronado en la eternidad. No fue devorado por las bestias: fue absorbido por la gloria. Su martirio no fue el fin de su misión: fue su cumplimiento más alto.
Las fieras han pasado, los emperadores han caído, los coliseos son ruinas, pero la fe que él confesó con su sangre sigue viva. Su grito sigue resonando en la Iglesia:
“Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras para llegar a ser pan puro de Cristo.”
Que su testimonio nos inflame con el ardor de los mártires. Que su ejemplo nos inspire a vivir con radicalidad nuestra fe. Que su voz nos recuerde que sólo en Cristo se encuentra la verdadera vida.
OMO
Bibliografía
• San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos.
• Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 124, a. 3.
• La Sagrada Escritura (versión Vulgata y traducciones tradicionales).
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