Al entrar en el Templo y contemplar cómo la han convertido en un mercado, el Señor reacciona con dureza: “escrito está: Mi casa será́ casa de oración; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”. Lo hace así porque la situación es muy grave: han perdido el sentido de la santidad de Dios. Y por ello “los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo buscaban acabar con él”. El hombre que rompe la relación con Dios. No es una cuestión de ritos o modos, sino de reconocer el don de Dios.
Algo así nos puede pasar a nosotros. Podemos acabar por acostumbrarnos a tomar el Cuerpo de Cristo y nos acercamos a comulgar sin recogimiento, con la cabeza en mil cosas, sin hacer un solo acto de amor, de agradecimiento porque Jesús se entrega en alimento para nuestras almas. La celebración eucarística es “acción santa y sagrada, porque en ella está continuamente presente y actúa Cristo, ‘el Santo’ de Dios (cf. Lc 1,34), ‘ungido por el Espíritu Santo’ (Heb 10,38), ‘consagrado por el Padre’ (cf. Jn 10,36)” ¿Participamos con esta conciencia actual de que Cristo está operando en y por su Iglesia en cada uno; que está operando en cada uno y por todos los hombres la Redención? No la hacemos nosotros sagrada, es “acción santa y sagrada, porque es constitutiva de las especies sagradas, del ‘Sancta sanctis’, es decir, de las ‘cosas santas -Cristo el Santo- dadas a los santos’ (…). El ‘Sacrum’ de la Misa no es por tanto una ‘sacralización’, es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, El mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa” (Juan Pablo II, Carta Domenicae Cenae, 24-II-1980, 8)
Podemos acostumbrarnos a recibir una y otra vez la misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación y vivir con rutina un regalo de Dios que no deja de maravillar a los ángeles. Cuando recibimos la absolución sacramental sucede como en el regreso de hijo pródigo, que su padre pide a sus sirvientes que le pongan el “mejor” vestido. Y el mejor vestido del Padre es el Hijo. Es preciso que recuperemos la conciencia de los dones de Dios y tratarlos santamente con profundo agradecimiento. Nos hará un gran bien que nos paremos a tomar conciencia de semejante regalo, para dar gracias y superar toda rutina.
“Cuando dejamos que la oración se convierta en algo rutinario, perdemos la conciencia de que Dios mismo nos habla. Hemos de hacer como “todo el pueblo – que – estaba pendiente de él escuchándolo”. Como nos recordaba Benedicto XVI, en la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia: hemos de “recobrar la experiencia vibrante de la oración como diálogo con Dios, del que sabemos que nos ama y al que, a la vez, queremos amar. Quisiera decir a todos insistentemente: abrid vuestro corazón a Dios, dejad sorprenderos por Cristo. Dadle el ‘derecho a hablaros’. Abrid las puertas de vuestra libertad a su amor misericordioso. Presentad vuestras alegrías y vuestras penas a Cristo, dejando que Él ilumine con su luz vuestra mente y acaricie con su gracia vuestro corazón”.
Que María, Madre Nuestra, nos ayude a mirar con sus ojos a Cristo y reconocerle como nuestro Señor.
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