16/11/2024

Un aborto y la muerte de su madre la llevaron al Reiki, se sintió peor: «Me convertí en un demonio»

La educación de Catalina Piccone, natural de Lobos, provincia de Buenos Aires en Argentina, fue de espaldas a Dios. De padres ateos, no tuvo oportunidad de llenar, siendo joven, el vacío que siente todo ser humano cuando ignora la pregunta por Dios. Esto le llevo a una búsqueda estéril que le llevó a lo peor, pero que, afortunadamente, acabó en lo mejor: en Dios.

Aunque sus padres no eran personas de fe católica, la abuela, «mujer muy de rezar el Rosario, devota de la Virgen…», se encargó de recordarles que al menos “porque era la costumbre familiar», debían bautizarla.

La lucecita de Dios

Esta no sería la única intervención de la anciana mujer, para compartir algo de Dios a sus nietos y nieta. Hasta hoy  Catalina se emociona recordándola. «Siempre con un rosario marrón en la mano. Ella me llevaba desde pequeña los domingos a misa. Así es que, bueno, por ese lado fue la lucecita de Dios en mi vida».
 
Los años venideros Catalina olvidaría esa «lucecita». Seducida y empujada a «ejercer la libertad de elegir» fue más allá y pasó límites. «Mis padres no creían en nada. Mamá trabajaba muchísimo y la mayor parte del tiempo nos quedábamos al cuidado de una señora…», cuenta Catalina a Portaluz.

Catalina con su marido.

«Crecí de adolescente rebelde, muy liberal…», explica. «Desde muy chica salí al boliche (discoteca), a bailar, beber alcohol. Con 18 años había vivido casi todo lo que experimentaban mis compañeras de la secundaria y ya estaba aburrida”.

El peligro de crecer ajeno a las realidades espirituales

Hoy, a sus 40 años de edad, comparte su certeza sobre lo importante que es cuidar en toda etapa de la vida el vínculo con Dios. «El Demonio, desde que los niños son pequeños ya los quiere arrastrar», advierte Catalina. «Lo veo ahora. Pero cuando uno va viviendo, si estás alejado de Dios, muchas realidades espirituales no se ven. Están, existen, pero uno no se da  cuenta que estamos conviviendo con eso».
 
Con 18 años la joven quedó embarazada. Aunque ya no estaba vinculada al padre del niño, él, que tenía 17 años, le apoyó. Sus padres también la apoyaron y ella decidió que sería madre. Su hijo tiene hoy 21 años.

Un aborto y el alma desgarrada

Sin embargo, ocho meses después de nacer el primer hijo, quedó nuevamente embarazada. «Al principio decidimos tenerlo y estábamos felices», cuenta Catalina. «Después uno se va encontrando con gente y te van diciendo: No, pero ¿cómo vas a hacer?, ¿cómo lo vas a mantener? Sentí que no podía. Ya tenía un hijo de un papá, ¿iba a tener un hijo con  otro papá?».

Su madre era además un médico reconocido. «El pueblo en el que vivía era pequeño, y me daba miedo el qué dirán. También me dije: Bueno, yo con este papá ¡qué bebé voy a tener!, ¡qué voy a hacer!, como que no veía futuro”.

 
Una sentencia de muerte para aquél bebé fue la consecuencia. «Yo creo que estaría de 13 semanas más o menos», recuerda Catalina con la voz quebrada por la emoción. «Estando sobre aquella camilla, mientras abortaban a mi bebé, llorando yo decía: quiero a mi bebé; y ya no había nada que hacer… Fue una herida muy profunda».

Un guiño a Dios

Poco tiempo después, su madre enfermó y falleció. Lo vivió, dice, como una gran prueba; y en medio del dolor la semilla de fe sembrada por su abuela en la infancia quiso abrirse paso en el alma de Catalina. «El día que falleció mi mamá dije: ¡Bueno parece que Dios no está en la vida de uno! Pero luego, ese mismo día, agarré a mi papá de las manos y empezamos a rezar. No rezábamos el rosario porque no sabíamos, pero empezamos a rezar y rezar».
 
«Fue un atisbo, apenas un guiño a Dios», dice. Siguió en la vida habitual. Retomó vínculo con un antiguo novio, Sebastián, que hoy es su esposo y con quien son padres de tres hijos. Él regresaba de haber finalizado en Brasil un matrimonio bajo ritos paganos espiritistas. Iniciaron convivencia, llegaron los hijos, vivían según lo decidieron, pero Catalina iba perdiendo la paz.
 
Primero surgieron estados de angustia, luego crisis de pánico y oscilaciones extremas del estado de ánimo. Tenía una bolsa de pastillas recetadas por el psiquiatra. Por momentos, recuerda, “sentía que podía hacer todo y más”. Luego surgía siempre “esa  insatisfacción y la culpa por no poder disfrutar de todo lo que tenía”, comenta.

De las pastillas al Reiki

Dejó al psiquiatra con las drogas que le recetaba y por los consejos de una amiga derivó en el Reiki. Entre imágenes de la Virgen y santos colgando de las paredes el chamán realizaba un ritual que pretendía sanarla. «Hacía unas oraciones, nos imponía las manos; y como él tenía teóricamente un don especial hacía como un ruido», explica Catalina.

«Le salía como un ruido de adentro y entonces nos decía que estábamos como muy cargados… Mencionaba los diferentes chakras alterados», dice. «En mi caso, según el chamán, era el Plexo Solar por esa angustia guardada, y pues tenía mucho en la cabeza… Porque yo me enroscaba».

 
Lejos de sanar empeoró. Ella y su familia vivían un infierno. «Sentía que eso me hacía mal. Salía de ahí y estaba peor. Llegó un punto en que yo parecía un demonio en persona porque me había puesto mala… O sea, con los de afuera todo bien pero llegaba a mi casa y me transformaba, tenía ataques de ira».

«Yo me voy a lo del padre sanador»

«Estaba confusa», dice. Atrapada por la ira y a punto de agredir a sus hijos lograba reaccionar sintiendo entonces «una culpa infinita». A tal grado que comenzó a rondar en ella la idea de que sería mejor morir. «Y bueno, un día estaba tan desesperada que recordé me habían hablado de un sacerdote, padre René Cari, del sector Empalme (en Lobos), a unos poquitos kilómetros de mi casa. Muchas veces me habían invitado y nunca fui».

«Esa vez me levanté decidida: yo me voy a lo del padre sanador; y salí para allá…», comenta Catalina.
 
Sebastián, su marido, decidió que él también iría con Catalina. Juntos acudieron donde el padre René a la parroquia San Vicente Pallotti. El sacerdote le ofrecería los ‘remedios’ espirituales que Cristo ha confiado a la Iglesia. «Entré a la parroquia, aún no había empezado la misa y empecé a llorar. No podía parar, lloré toda la misa».

«Luego fue la procesión con el Santísimo y cuando el padre me impuso las manos tuve un descanso en el espíritu y temblaba muchísimo, no podía dominar mi cuerpo…», cuenta.
 
En días posteriores el sacerdote les atendió personalmente y oró por su liberación. Luego, cuenta Catalina, ha vivido un proceso de conversión, también su esposo, acudiendo con regularidad al sacramento de la confesión, reaprendiendo el diálogo íntimo con Dios en la oración personal y comunitaria.

En especial comenzó a nacer en ella, dice, necesidad de ir a la Eucaristía: «El único lugar donde su alma recibe auténtica paz», testimonia Catalina.

Los frutos en la familia

Uno de los frutos más queridos de este reencuentro en Dios llegaría pronto. «Nos casamos por lo civil el 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima y, bueno, por la Iglesia el 14», cuenta Catalina. «Vivimos una conversión muy grande a partir de ahí pues empezamos a ir juntos más seguido a misa».

Catalina acompañada de su familia.

«Primero los miércoles a las misas de sanación y los domingos; después agregamos los viernes, los martes y los jueves. Aprendimos a rezar en familia y ya no podemos vivir sin la comunión diaria, es parte de nuestras vidas. Recibir a Jesús es lo que nos da fortaleza», comenta.

El matrimonio es hoy miembro activo en la comunidad católica de Lobos. Sebastián suele salir de misionero junto a padre René y Catalina hace lo propio en la pastoral provida u otros servicios en la Iglesia. «Canto en las misas de sanación y liberación, rezo el Rosario. Encontramos una familia espiritual y es muy lindo ver crecer a nuestros hijos en la fe. El camino de conversión no se termina nunca».

Artículo de hemeroteca, publicado originalmente el 7 de mayo de 2018. 

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»