Actualmente, Amy Hamilton está felizmente casada, es madre de dos hijos y cuenta con una amplia trayectoria académica y divulgativa en lo referente al matrimonio, la fe, las cuestiones de género y la sexualidad y homosexualidad. Su tesis doctoral abundó en las vidas de cristianos que experimentaron conflictos entre su fe y su orientación o tendencias sexuales. También escribe de ello con frecuencia en medios como Public Discourse o The Federalist, lo que compagina con su labor de investigación en la Universidad de Texas (Austin). Es coautora de Lived Experience and the Search for Truth: Revisiting Catholic Sexual Morality y en unos pocos meses verá la luz su último libro, My father gives me bread –Mi padre me da pan-.
Pero la autoridad de Hamilton para referirse a cuestiones siempre polémicas no es solo académica.
Recientemente, la investigadora alertaba en su web del creciente cuestionamiento de la enseñanza cristiana sobre las conductas sexuales entre personas del mismo sexo, ya sea entre pastores de iglesias evangélicas o incluso en algunos participantes del Sínodo de la Sinodalidad. Con un pasado homosexual que superó tras años de lucha contra sí misma y oración, la escritora conoce bien los argumentos esgrimidos para que los representantes de la moral cristiana acepten cambios en la doctrina, pero también lo que, como cristiana, supone una vivencia desordenada de la sexualidad.
Abuso y sin familia, heridas determinantes en la infancia
Como ella misma relata en Mi padre me da pan, tenía doce años cuando, en un grupo de jóvenes de una iglesia bautista, experimentó por primera vez la atracción por una mujer. Con esa edad, dice, «no podía saber que el conflicto entre mi sexualidad y mi fe se convertiría en la batalla más profunda e intensa de mi vida».
En retrospectiva, Hamilton relata dos «heridas profundas» de la infancia que, a su juicio, serían determinantes en su futura vivencia de la sexualidad.
Primero, cuenta, «me separaron de mi familia biológica cuando era un bebé. Aunque mis padres adoptivos eran amables y cariñosos, esta ruptura dejó una «herida primaria«. Anhelaba a mi madre desde mis primeros recuerdos y me sentía atraída por cualquier mujer que me mostrara cariño o amabilidad». Más tarde, con diez años, su tío abusó sexualmente de ella en repetidas ocasiones, poco antes de que su tendencia homosexual aflorase por primera vez.
«Hice todo lo posible por enterrar esos sentimientos. Estaba confundida, herida y pensaba en el suicidio«, explica, vivencias «comunes» que no parecen mejorar con el paso del tiempo, «incluso a medida que aumentan los esfuerzos de `bienvenida´ en la escuela y la sociedad».
La investigadora Amy Hamilton.
En la desesperación, apareció Dios
Durante su adolescencia, Hamilton luchó con una parte de sí misma que la llevó a vestirse como un hombre en el colegio «para que todos lo vieran»; al tiempo que trataba de «demostrar que no era cierto».
Aquella «estrategia equivocada» resultó en un cúmulo de «experiencias horribles, culpa, vergüenza» y, al fin, «la pérdida de toda esperanza».
Fue en ese momento de desesperación cuando «el amor de Dios irrumpió«. Quedaban menos de dos semanas para su decimosexto cumpleaños cuando sufrió «una conversión genuina«. «Quise seguir a Cristo a dondequiera que me llevara. Nunca había sido tan feliz. Jesús me amaba e iba a cambiar mi vida».
Con su conversión, Hamilton supuso que la atracción por personas del mismo sexo desaparecería. Pero por supuesto, agrega, «no fue así. Mis heridas aún estaban ahí, esperando ser tratadas, y yo no sabía hacer otra cosa que reprimirlas. No sabía cómo llevárselas al Señor».
«Nada me hará renunciar a mi vida»
Ya en la universidad, tras años de lucha en soledad, Hamilton se rindió, salió del armario y comenzó a construir su vida en torno a lo que creía que era su «identidad lesbiana». Pero pese al paso «doloroso pero consciente» de alejarse de Dios, «sabía que lo que estaba haciendo era inmoral, que estaba violando algo fundamental, que mi cuerpo no estaba diseñado para la actividad sexual en la que estaba participando».
En plena disonancia cognitiva, Hamilton «estaba disfrutando y no quería pensar» en cosas como la moralidad de sus acciones o desarrollar su voluntad «a la luz de la verdad de Dios».
«Me encanta esta vida, ¡y nada me hará renunciar a ella jamás!», decía.
Entonces era el fin de la década de los ochenta, y mientras indagaba en la boyante -y más tarde desmentida– teoría del «gen gay», también trató de sanar parte de sus heridas buscando a su madre biológica.
Al dar con ella, «no recibí la cálida bienvenida que había soñado. Lejos de alegrarse de recibir noticias mías, mi madre admitió que había temido ese día. Desafortunadamente, no estaba preparada para su rechazo, y el dolor me impactó«.
Como el hijo pródigo: «La luz inundó mi alma»
Al principio creía que aquel episodio «nublaría» más su visión, pero días después se dio cuenta de que «esas lágrimas la estaban aclarando» y de que, «como el hijo pródigo, estaba recobrando el sentido común».
`La luz inundó mi alma. Pensé: Puedo hacerlo. Eso es lo que puedo hacer. Elijo a Jesús. Porque no puedo decir que elegiría a un hombre. El cien por cien de mí elegiría a una mujer. Pero puedo elegir seguir a Cristo en obediencia´, escribe Hamilton.
«Por primera vez en muchos meses, tuve una conversación con Dios que fue algo así como: `Dios, no sé cómo hellegado aquí, pero no puedo vivir sin ti. Y si hay alguna manera en que puedas llevarme a casa, llévame´. Tenía que regresar a la casa del Padre».
La ocasión de hacerlo llegó al ver por televisión el relato de cristianos que estaban abandonando la homosexualidad y adentrándose en la fe. Le impactó especialmente la lucha de una mujer que, admitiendo su lucha, fue preguntada por lo que escogería como homosexual, si a un hombre o una mujer. «Elijo a Jesús», respondió la entrevistada.
«Con esas palabras, la luz inundó mi alma. Pensé que eso era lo que podía hacer, porque no puedo decir que elegiría a un hombre. El 100% de mi misma elegiría a una mujer, pero podía elegir seguir a Cristo en obediencia», confesó Hamilton recordando el Evangelio de San Juan: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna».
Jesús en el desierto y la mayor tentación
Con la decisión tomada y adentrándose en una batalla «verdaderamente feroz y constante contra la tentación», meditó sobre las tentaciones de Jesús en el desierto, impactada y consolada al ver como «se negó a las ofertas de Satanás y convertir las piedras en pan».
Aquel pasaje cobraría un peso definitivo cuando llegó «la mayor tentación hasta el momento», un mensaje de su exnovia que buscaba entrar de nuevo en su vida, escrito en una tarjeta adornada con una pila de piedras. «El mensaje divino no podría haber sido más claro, `sé que tienes hambre, pero esto no es pan´. No convertiré estas piedras en pan«, pensó, convencida de que su hambre «era legítima, pero satisfacerla a través de una relación homosexual, no».
`Así como no fui diseñada para comer piedras, tampoco fui diseñada para las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. Dios no me creó para ser gay´, relata Hamilton.
Consciente de que «tenía un deseo sexual por cosas que no podían cumplir con el diseño o las intenciones de Dios para mi cuerpo femenino», Hamilton fue consciente de que Él «no cambiaría la ley natural por mí, pero me ayudaría a vivir en armonía con ella. Dios me pidió que confiara en Él porque Él es bueno, y solo dentro de Su voluntad puedo florecer y ser libre».
Abrazando la identidad en Cristo
La actual doctora e investigadora renegó de su «identidad lesbiana» para abrazar su «identidad en Cristo», ayudándose de los pastores para «levantarse cada día» y mirar a Cristo «en cada paso del camino».
Durante esa década, su atracción por las mujeres se fue disipando, sorprendiéndose al cumplir los treinta años, cuando comenzó a experimentar «un despertar hacia los hombres». «Nunca lo busqué ni lo esperaba», comenta, «mi orientación parecía fija y la cultura me había llevado a creer que era una característica que nunca cambiaría».
Siete años después, Hamilton estaba casada y tuvo dos hijos. Y aunque no se hubiese casado, explica, «habría estado más que contenta. Elegí a Jesús y Él es más que suficiente. Mi alegría y plenitud de vida no provienen de mi sexualidad ni de mi estado civil, sino de mi Creador y de estar en armonía con su voluntad».
Lo que necesitan los homosexuales de la Iglesia
Antes de concluir su escrito, Hamilton muestra su agradecimiento por el acompañamiento pastoral hacia quienes, como ella, «luchan con su sexualidad». Sin embargo, expone su preocupación por quienes encuentran el modo de hacerlo en «la capitulación ante el pecado», amparándose en una «falsa compasión y misericordia equivocada».
¿Qué respuesta precisan los integrantes de la llamada «comunidad LGBTQ»? Para Hamilton, con la autoridad que le confiere su experiencia, esta debe ser «compasiva» pero también «veraz» en lo referente a la persona y la sexualidad.
La investigadora dirige un último «ruego» a los «pastores fieles del rebaño»: «La afirmación de conductas homosexuales y de identidades sexuales falsas no es acompañamiento, es abandono. La atención pastoral genuina para las personas que se identifican como LGBTQ es ir a su encuentro donde están, amarlas y aceptarlas, y acompañarlas hacia Jesús, que está lleno de gracia y verdad. Recuerden que ofrecen pan en medio de una cultura que ha normalizado el consumo de piedras. Un buen padre no le dará a su hijo una piedra. Un buen padre le dará pan. Como pastores de su rebaño, os ruego que hagáis lo mismo».
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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