Cuando, al inicio de un reciente capítulo de El Buscador (Creo TV), Álex Navajas anuncia que va a tratarse de un testimonio «muy impactante», no exagera.
A su lado se sienta David Espitia, mexicano, quien durante mucho tiempo solo conoció una vida de pesadilla, con años de maltrato y abuso sexual en la infancia seguidos con una juventud quemada en las adicciones: la bebida, la droga y, sobre todo, el sexo gay. Solo hace diez años que el amor de Dios le libró de todas esas cargas.
Y resulta, en efecto, impactante ver sus lágrimas y escuchar su voz entrecortada al evocarlo.
El infierno
Creció en un hogar extremadamente disfuncional, donde sus padres no conocían ni les enseñaron «el temor de Dios». Entonces «el mal entra y lo destroza todo«. Su padre daba tales palizas a su madre que llegó a romperle la nariz y los dientes. Hacía lo mismo con sus hijos, seis, de los cuales David es el menor, a varios años de sus hermanos. Alcohólico y cocainómano, tuvo hijos fuera del matrimonio y fue continuamente infiel a su esposa, a quien transmitió enfermedades venéreas, además de provocarle un aborto.
La madre se desquitaba de ese horror con sus hijos, maltratándoles también, física y emocionalmente: nunca besaba ni acariciaba voluntariamente a David, y cuando éste le contó que habían abusado sexualmente de él a los 8 años, su comentario fue terrible: «¡Pero bien que te gustó, cabrón!». Los hermanos mayores, que se peleaban incluso a machetazos, acabaron pegándole a ella también.
Ese abuso sexual al que nadie prestó atención ni puso remedio fue la gran tragedia que marcó la vida de David. Duró varios años, primeramente a manos de niños de su entorno mayores que él: su propia hermana, un primo, un conocido… Él callaba por vergüenza, desconocedor de hasta qué punto aquello iba a marcarle: «Yo no sabía que iba a dejarme secuelas. Nunca te imaginas lo que va a pasar más adelante por esa herida. Fue un quebrantamiento total«.
David tomaba un cuadro de Jesús que tenía su madre, se enjugaba las lágrimas y se las pegaba al Cristo mientras le decía: «No quiero que me hagan eso, no quiero ser así«.
Había sido bautizado e hizo la Primera Comunión por deseo materno, pero, arrastrados por su padre, acudían a los servicios protestantes. David abrigaba resentimiento hacia Dios, preguntándole dónde estaba cuando su padre agredía a su madre o cuando le violaban a él. «Es lo que te mete el demonio, el odio a Dios«, comprendió luego, aprovechándose el diablo de su mal: «Nunca hubo nadie que se interesara por mí«, lamenta.
Sexo gay: «Ya no podía parar»
El continuo abuso le hipersexualizó desde muy pequeño. A los 11 años consumía las revistas y películas pornográficas que había en casa, y a los 13 empezó a abusar de niños menores que él, imitando el comportamiento que él había sufrido: “No sentía remordimiento, sentía odio y coraje. No me importaba. No había sensibilidad en mí, no distinguía entre el bien y el mal”.
Con 15 años, David ya no pensaba en otra cosa que en el sexo gay. Con quien fuese. Todos los días, de regreso de sus estudios, dedicaba hora u hora y media en el metro de Ciudad de México a buscar con quién irse a un lugar solitario o incluso a las mismas casas de aquellos desconocidos: «Ya no podía parar«. Le daba igual un niño que un hombre de 90 años: «Yo quería más«.
Salió con alguna chica «para aparentar», pero al cumplir los 18 tuvo su primera pareja estable (aunque no le era fiel y mantenía su promiscuidad) y a los 21 salió del armario y empezó a frecuentar «antros gay«.
«Crees que eres feliz, piensas ‘ya encontré de dónde soy, ya encontré dónde puedo encajar, ya encontré quién me puede entender’. Todo tu entorno te aplaude: ‘Así eres, así naciste’… Pero no sabía que esto me iba a llevar a algo cada vez peor: iba incrementando las adicciones e iba creciendo el vacío«, confiesa.
Durante los años que mantuvo este estilo de vida tuvo ocho o nueve parejas, pero mantenía sus infidelidades. En un fin de semana en los «cuartos oscuros» de aquellos antros podía estar con cinco o seis, y entre semana acudía a saunas o baños de las estaciones de autobuses, e incluso a la prostitución (pagando o cobrando). Frecuentó toda la oferta de ese mundo: playas gay, strippers, hoteles gay, espectáculos de sexo en vivo, travestismo, drag queens: «Como te deja vacío, piensas ¿qué más hay? Y empiezas con el alcohol. Y como tampoco te llena, con las drogas».
«¡Si existes, sácame de esto!»
David tocó fondo a los 28 años, un día como tantos otros, a las seis de la mañana, al regresar a su casa tras una noche en un antro, drogado y alcoholizado.
David pasaba noches enteras de autodestrucción en antros gay. Foto (contextual): Aliagha Shirinov / Unsplash.
Fue consciente de su vacío y se echó a llorar, algo que no hacía desde niño. Y por primera vez se dirigió a Dios: «¡Si existes, sácame de esto!«. Al expresarse así, sintió «un amor» que nunca había sentido, lloró hasta el agotamiento y se durmió.
A la mañana siguiente y durante unos años más, su vida continuó igual, pero algo había cambiado con aquella primera oración: «Cuando tú le das a Dios esa libertad, al decirle ‘Te necesito’, Dios va a buscar el lugar, el momento y la circunstancia para que tú tengas un encuentro con Él. Pero se lo tienes que pedir«. Su promiscuidad no se frenó entonces, pero… «Él ya me había escuchado y dijo: ‘Voy a buscarte’”.
Y así fue, cuatro o cinco años después. Tenía un amigo católico que le hablaba de Dios y a quien escuchaba con paciencia, sobre todo por complacerle, porque le caía bien. Hubo un par de conversaciones que le «tocaron»: «Me dije, ‘qué interesante lo que me dice de Dios'». Él no sabía que su amigo llevaba un año rezando por él todos los días. Al cabo de un tiempo le propuso acudir a un retiro.
El encuentro
Eran tres días. Por curiosidad, y no teniendo mejor plan ese fin de semana, le dijo que sí. Eso sí, al primer crucifijo que se encontró, le dejó claras sus intenciones: «No sé si existes. Pero no voy a dejar ni el alcohol ni la droga ni a mi pareja. Aquí vengo solo a ver qué se siente».
El primer día lo pasó queriéndose ir, pero en el segundo le hicieron mella las charlas: «Los laicos que predicaron tenían la fuerza del Espíritu Santo. Tenían tanta fuerza de Dios, que cada cosa que iban diciendo me golpeaba. Me empezaron a sensibilizar. Me hablaron del amor de Dios, pero también me denunciaron el pecado, algo que nadie me había dicho. Me hicieron ver -perdón por la palabra- la mierda que yo era a los ojos de Dios. Empecé a limpiarme las lagrimitas cuando ellos predicaban».
Era el 15 de junio de 2014, sobre las ocho de la tarde. Había Adoración al Santísimo. David, cuyas pocas ideas cristianas eran de origen evangelista, no sabía por qué los presentes se arrodillaban ante aquella «bolita blanca» a medida que pasaba el sacerdote con la Custodia, pero les imitó.
Cuando el Cuerpo de Cristo pasó a su lado, se produjo la transformación, una experiencia «tan sobrenatural, tan fuerte, tan personal» que no puede explicarla, «una fuerza interior y un amor en un instante» que le arrancaron lágrimas sin fin.
Empezó a llorar, pero trató primero de buscar la lógica de aquel “Soy yo, Jesús, y te amo” que había sentido: «Sabía que era Jesús, yo sabía que estaba ahí en la Eucaristía y fue tanto el llorar que me dolían la quijada y el abdomen. Era un llanto de amor, se sentir el amor y la misericordia de Dios. Dios nunca me dijo violador, travesti, drogadicto, nunca sentí eso de Él. Él solamente me dijo: ‘Hijo, te amo. Bienvenido a casa. Te estaba esperando‘. [Se emociona y se le entrecorta la voz.] Fui un niño muy herido… Refugiarte en el alcohol, degradar tu cuerpo en la prostitución… y que alguien te quiera… ¿De verdad alguien me quiere? Es muy fuerte… Porque no esperas que Dios exista, y que un Dios te ame… Yo no podía creerlo… No podía creer la misericordia. Es como si mi pecado no existiera. Y no me sentí juzgado… Ahí comprendí que Jesús dejó a las 99 por ir a buscarme… [Cfr. Lc 15, 3] Tanto amor sentí que tuve que decirle que parara, por el dolor físico que sentía en la quijada y el abdomen».
Cuando Dios «paró», David pudo respirar. Luego levantó los ojos y le dijo: «Te ofrezco mi castidad si tú me haces sentir este amor siempre. Yo sé que con Dios no se negocia», ríe, «pero yo tenía que pedirle que aquello no me lo quitase».
Al día siguiente hizo una larga confesión. Se quitó «un peso de encima» y estaba como «borracho de amor». Al salir del retiro, lo primero que hizo fue llamar a su padre, con quien no hablaba hacía años. «Papá», le dijo, «quiero decirte que te amo, que me perdones por haberte odiado [David llora]… Se me quitó otro peso de encima, porque el perdón te hace libre. Mi papá lloró. Cuando lo vi lo pude abrazar».
Rompió con su pareja. Durante año y medio el cambio fue muy duro y hubo alguna recaída en sus adicciones, pero no en su determinación, porque al caer se confesaba y volvía a la pelea: «Salir del mundo para entrar en la gracia es un proceso muy difícil porque yo era un adicto. Me quería agarrar de Dios de una mano y del pecado de otra, no quería soltarlo. Pero Dios ya había sembrado la semilla y me fue llevando a grupos, a las personas correctas, a los sacerdotes correctos».
Los instrumentos que Dios nos da
«Busqué por internet algo que me aumentara la fe. Y encontré el Rosario«, celebra David. Lo rezó guiado por las instrucciones que leyó, pues ni conocía las oraciones: «Cuando dije Dios te salve, María… ya no pude seguir, lloré tanto de amor… Lo que sentí en el retiro lo volví a sentir con un Avemaría». Tardó una hora en completarlo, por ese motivo. Y durante tres meses, vivió esa experiencia, y se hizo «adicto al Rosario«.
Hasta que un día no le sucedió esa explosión de amor al rezarlo. Consternado, acudió a la iglesia a preguntarle a Dios qué había pasado y, al comulgar, sintió el amor que se le había negado en el Rosario: «María me llevó a Jesús«.
Por ese motivo, David es un apóstol de la comunión diaria, que es lo que, con las disposiciones exigidas, recomienda a los jóvenes con adicciones a quienes ayuda ahora: «Les digo: si tú quieres gatear, ve a misa dominical y reza el rosario diario; pero si quieres caminar más rápido, comulga a diario».
Y lo razona con contundencia: «No sabes si mañana despertarás. También en las cosas de Dios hay que ser disciplinado, porque nuestra salvación está en juego. Si el alma es lo más importante, es lo que tengo que alimentar a diario. Si comulgo a diario, no voy a ser yo, sino Cristo quien viva en mí (cfr. Gál 2, 20). Cada vez vas a tener mayor discernimiento en distinguir entre el bien y el mal, porque te estás llenando cada vez más de Jesús».
Por eso anima a usar los instrumentos que Dios nos ha dado: «No puedo desaprovechar el rosario, no puedo desaprovechar el ayuno, no puedo desaprovechar la oración. ¿Hay peligro de recaída? Totalmente. La lucha no acaba hasta que te mueres. Para no caer, lo primero es la gracia de Dios. Pero, en mi libertad, yo tengo las armas que Dios me dio para que Él me dé la fuerza de no recaer».
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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