15/11/2024

Viaje al origen espiritual del Camino: la cueva donde Kiko Argüello «encontró» a Foucauld

«Allí pasé tres días en la gruta de San Caprasio, solo, sin comer, estudiando a Carlos de Foucauld, que me dio una nueva forma de vivir en la presencia del Señor» (Kiko Argüello, 2016). 

Son los primeros días del mes de diciembre y, aunque el invierno está a punto de llegar, el termómetro del coche marca 15 grados en el exterior. El cielo de Farlete luce añil, espléndido, como si camináramos de forma inexorable hacia la temporada de verano. Recorro entonces la calle principal de esta localidad, emplazada a poco más de media hora de Zaragoza (Aragón), en las faldas de la Sierra de Alcubierre, en el lunático -por su forma- y místico -por su alma- desierto de Los Monegros. 

Llego hasta el final del pueblo y me topo con el Santuario de Nuestra Señora de la Sabina. Allí dice la tradición que se le apareció la Virgen a un pastor, sobre uno de estos árboles tan típicos de toda la comarca. No es una simple ermita, es cierto, de hecho, tiene atrio, un bello camarín con la venerada talla, cofradía propia, cripta, sala capitular, vivienda para el sacerdote y hasta un albergue para alojar peregrinos y romeros.

Santuario de Nuestra Señora de la Sabina, en Farlete (Aragón).

Este lugar sirvió, precisamente, como noviciado internacional de los Hermanitos de Jesús durante 20 años. Llegados a Farlete en 1956, su anterior noviciado estaba en Argelia -donde vivió y murió Carlos de Foucauld-, pero, durante la guerra franco-argelina, fue asesinado uno de sus miembros y decidieron salir de allí. Uno de los hermanitos, brigadista internacional en la Guerra Civil, conocía a la perfección la zona, donde el frente de Aragón se estabilizó casi dos años -el escritor Orwell pasó por aquí y tiene hasta una ruta con su nombre-, y propuso Los Monegros como una buena alternativa.

Poco después de su llegada, los hermanitos comenzaron a excavar cuevas a las que retirarse y vivir tiempos de «desierto». De allí surgieron cuatro eremitorios (Elías, San Juan Bautista, María Magdalena y Santiago), además de una cueva comunitaria y una casita en el bosque. Uno de estos lugares sería nuestro destino final: la cueva en la que Kiko Argüello, coiniciador del Camino Neocatecumenal, se «encontró» un día con el gran santo francés Carlos de Foucauld (1858-1916), canonizado por el Papa en 2022.

«Pobres entre los pobres»

Junto a La Sabina, un camino de tierra se abre paso por su margen derecho. Al fondo, en lo alto del todo, se dejan intuir las cuevas de San Caprasio, a unos 834 metros sobre el nivel del mar. Para completar la etapa, un poco de comida, varias botellas de agua, unos apuntes y un par de libros que me servirán de documentación. Escritos espirituales de Charles de Foucauld: Ermitaño del Sáhara y El Kerigma. En las chabolas con los pobres, que cuenta el origen del Camino Neocatecumenal en las barracas de Palomeras Altas de Madrid. 

Aunque, si con algo cargaré, durante los más de nueve kilómetros que hay de camino hasta el eremitorio de San Caprasio, es con una pregunta, que, además, será la que trate en todo momento de resolver: ¿qué tuvo de especial aquel santo francés para cautivar de esa manera tan fuerte al joven pintor leonés? 

Tras unos primeros metros sobre el llano, la pendiente empieza a escalar de forma suave pero constante, y, casi sin darse cuenta, uno se encuentra cada vez más alto. El sol impacta sin reparo en nuestras cabezas, diría que se siente hasta calor. Unos cuantos arbustos por aquí y otros por allá salpican una gran alfombra ondulada color ocre también llamada el desierto de Los Monegros. El gigantesco vacío por el que pasó un día el iniciador de una de las realidades más importantes de la Iglesia universal.

En una breve pausa de avituallamiento, abro mi libro y comienzo a leer:

«A un teólogo dominico le habían concedido una beca para buscar puntos de contacto entre el arte protestante y el arte católico, ante la inminente celebración del Concilio Vaticano II (…). Antes de iniciar el viaje a través de Europa y para prepararlo, el dominico me quiso llevar al desierto de Los Monegros, a Farlete, donde se encontraban los Pequeños Hermanos de Carlos de Foucauld. Fuimos y estuvimos una semana de retiro, preparándonos para el viaje. En aquel desierto, que es bellísimo y tiene varias grutas (…). Me acuerdo de que estuve allí tres días en la cueva de San Caprasio, ayunando. Allí conocí la vida de Foucauld. Hablé con el padre Voillaume -fundador de los hermanitos- y quedé muy impresionado de la vida oculta de la Familia de Nazaret y del gran amor de Carlos de Foucauld a la presencia real de Cristo. En Tamanrasset (Argelia) se pasaba horas solo ante el Santísimo Sacramento». 

A esta altura de la etapa, el camino se va llenando de «meandros», y lo que estaba tan cerca parece ahora que no llega nunca. Un par de motoristas, de los de campo a través, se cruzan con nosotros y nos saludan al pasar. En lo alto del «farallón», la ermita de San Caprasio, dedicada a un pastor que llegó un día a la determinación de querer ser monje, tomó su cayado y lo arrojó todo lo lejos que le permitieron sus fuerzas, yendo a caer en la Sierra de Alcubierre. En el lugar donde se posó empezó a manar agua, y luego se levantó una capilla. 

Cuevas de San Caprasio, a las que se retiraban los Hermanitos de Jesús.

Cuanto más cerca estamos de hacer cumbre, más se suceden los recodos, y resulta un tanto descorazonador. Son casi las tres de la tarde y no hemos comido, así que nos instalamos plácidamente en unas rocas que afloran de la tierra y sacamos unos bocadillos preparados con esmero. La imagen es de gran belleza, un extenso mar de cerros suavemente redondeados acompaña en el horizonte a la ermita de San Caprasio. 

Terminamos de comer, aprovecho para sacar mis apuntes, y me pongo a leer:

«Los vínculos entre Carlos de Foucauld y Kiko Argüello son varios y profundos, y van desde el momento de su conversión, a la intuición de la vida oculta en medio de los pobres, del modo de estar como ‘pobres entre los pobres’, hasta el ‘sueño’ de una capilla para la adoración en el Monte de las Bienaventuranzas». ¡Parece que he descubierto lo que buscaba! 

«El primer vínculo entre ambos es el grito, la súplica a Dios en el momento de la crisis existencial: ‘Dios mío, si existes, haz que te conozca’, es la invocación más famosa de Carlos de Foucauld -que pasó de una juventud marcada por el desenfreno y la increencia a la búsqueda constante y genuina de la presencia de Dios-. 

‘¡Si existes, ven, ayúdame, porque ante mí tengo la muerte!’, es la oración de Kiko Argüello. El propio Kiko dice: ‘Me preguntaba: ¿Quién soy yo? ¿Por qué existen las injusticias en el mundo? ¿Por qué las guerras?… Me alejé de la Iglesia hasta el punto de abandonarla totalmente. Había entrado en una crisis profunda buscando el sentido de mi vida… Estaba muerto interiormente y sabía que mi final, tarde o temprano, sería el suicidio’.  

Emblema del Sagrado Corazón que llevaba Foucauld (foto: JCadarso).

Y, por medio del filósofo de la intuición, Henri Bergson, Kiko recibió una ‘primera luz’ de la existencia de Dios. Entró en su habitación y se puso a gritar a este Dios que no conocía. ‘Le grité: ¡Ayúdame! ¡No sé quién eres!. Y, en ese momento, el Señor tuvo misericordia de mí, porque tuve una profunda experiencia de encuentro con el Señor que me sorprendió. Recuerdo que estaba llorando amargamente, las lágrimas caían, las lágrimas fluían…’.

Pareciera como si la providencia se hubiera empeñado en asemejar los caminos existenciales de estas dos figuras tan cruciales para la Iglesia Católica. Una primera etapa vital de falta de fe y entrega total al mundo y un posterior encuentro con Dios que cambiaría sus vidas, y la de tantos otros, para siempre –de la espiritualidad de Carlos de Foucauld han salido al menos 19 familias distintas de laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas y el Camino Neocatecumenal está presente en más de 130 países, con un total de 30.000 comunidades, y con un millón y medio de hermanos en 6800 parroquias de todo el mundo-.  

En silencio a los pies de Cristo

La etapa empieza a hacerse fatigosa, llevamos más de una hora andando y, haciendo cálculos, si no nos damos prisa, puede que al volver se nos haga de noche. Mientras hablo con mi acompañante escuchamos un ruido. Es una pickup blanca que está hasta arriba de barro. Desaceleramos la marcha y nos ponemos en el lado del conductor para hablar con él. Vamos a preguntarle si queda mucho para llegar. El hombre, que tendrá poco más de cuarenta años, nos propone que atravesemos el sotobosque, pero, en un gesto de generosidad, nos dice que nos lleva hasta arriba. Es cazador y el GPS le indica que tiene a varios de sus perros por esa misma zona. 

Tras unas empinadísimas cuestas estamos por fin en el destino, junto a la ermita de San Caprasio. El buen samaritano se despide de nosotros y nos regala un último favor, que llegará a ser fundamental, nos indica cómo bajar la montaña por un camino alternativo, que ahora pienso, fue bastante kamikaze. Se lo agradecemos y caminamos rumbo a las cuevas. La vista desde allí es sobrecogedora. Por un momento, me siento como Moisés en el monte Nebo, y, como él, rezo para poder entrar en la tierra prometida, que, en este caso, es volver al coche sanos y salvos. Caminamos unos metros entre la pared y el precipicio. Bajamos unas escaleras de hierro y llegamos al balcón natural donde están excavadas las cuevas. 

Refectorio de los hermanitos en las cuevas de San Caprasio (foto: JCadarso).

Los primero que hacemos al llegar es entrar en el que fuera el refectorio de los hermanitos. Todavía permanece en el centro la mesa donde comían, incluso hay algún colchón roído para el que quiera quedarse a meditar en esta especie de Abuna Yemata versión española -impresionantes iglesias etíopes excavadas en la roca-. El lugar está bien cuidado y tiene hasta un libro de visitas. Estampamos unas frases de recuerdo y leo de nuevo mis apuntes:

«Kiko, escuchando un discurso del Papa Juan XXIII, tuvo la intuición de que la renovación de la Iglesia vendría a través de los pobres. ‘Convencido de esto y de que Jesucristo se identifica con los pobres y miserables de la tierra, lo dejé todo y a todos. También mi prometedora carrera de pintor y me fui a vivir a las chabolas. En Carlos de Foucauld encontré la fórmula para vivir: una imagen de San Francisco, una Biblia –que sigo llevando conmigo porque la leo todos los días– y una guitarra… De Carlos de Foucauld aprendí la imagen de la vida oculta de Cristo, estar silenciosamente a los pies de Cristo, rechazado por la humanidad, destruido, ser el último y estar ahí a sus pies’. 

Es más, cuando Kiko fue a las barracas de Palomeras Altas, fue siguiendo las huellas de Carlos de Foucauld en la vida oculta de Cristo.

Cuenta Kiko: ‘No fui allí para enseñar a leer y escribir a aquella gente, ni para hacer asistencia social y ni siquiera para predicar el Evangelio. Me fui allí para ponerme al lado de Jesucristo. Carlos de Foucauld me había dado la fórmula para vivir en medio de los pobres como un pobre, silenciosamente. Este hombre supo vivir una presencia silenciosa de testimonio entre los pobres. Tenía como ideal la vida oculta que Jesús vivió treinta años en Nazaret, sin decir nada, en medio de los hombres. Ésta era la espiritualidad de Carlos de Foucauld: vivir en silencio entre los pobres. Foucauld me dio la fórmula para realizar mi ideal monástico: vivir como pobre entre los pobres, compartiendo su casa, su trabajo y su vida, sin pedir nada a nadie y sin hacer ninguna cosa especial. Jamás pensé montar una escuela o un dispensario o algo por el estilo. Sólo quería estar entre ellos compartiendo su realidad’.

Este momento será constitutivo y esencial para el posterior anuncio del kerygma, que acompañará toda la evangelización del Camino Neocatecumenal: Dios nos ama y sale a nuestro encuentro, hasta lo más profundo de nuestro ser pecadores, de nuestro ser ‘últimos’, para salvarnos. En esta intuición de Carlos de Foucauld, que Kiko hace suya, tiene fundamento su experiencia de Jesucristo y su misión».

Pasados unos minutos, salimos para conocer el lugar más importante de las cuevas. Antes de llegar, en un pequeño hueco en la pared, que parece destinado para hacer fuego, en el hollín, alguien ha raspado un Sagrado Corazón, emblema de Carlos de Foucauld. Unos pasos más allá, en el «pináculo» del monte, una puerta de madera da acceso al oratorio donde el iniciador del Camino Neocatecumenal descubrió un día al santo francés. Dos bancos esculpidos en la roca flanquean la nave central, que está reforzada con troncos de madera a modo de correa que le dan un aire muy acogedor. Hay un icono de La Trinidad de Rublev, unos pocos rosarios y un sagrario, que se encuentra vacío. 

Oratorio de los hermanitos de Jesús (foto: JCadarso).

En el silencio más absoluto que uno bien pudiera imaginar, escuchando casi únicamente nuestro propio palpitar, me pongo a leer:

«Varias veces Kiko ha recordado que hay tres santos –y los tres franceses– que lo llevaron a las chabolas: Teresita de Lisieux, Isabel de la Trinidad y Carlos de Foucauld. En el mensaje que la Virgen le dará: ‘Hay que hacer comunidades cristianas como la Sagrada Familia de Nazaret que vivan en humildad, sencillez y alabanza. El otro es Cristo’, la humildad está representada por San Carlos de Foucauld, la sencillez por Santa Teresita del Niño Jesús y la alabanza por Santa Isabel de la Trinidad. 

Hagamos presente ahora una inspiración que se llegaría a cumplir 50 años después y que es muy profunda. Kiko mismo la explicó durante una convivencia: ‘Nosotros hemos realizado un sueño, que en el Monte de las Bienaventuranzas haya una capilla para la presencia real y permanente de la Santa Eucaristía. El Camino Neocatecumenal tiene como imagen la Sagrada Familia de Nazaret y hemos visto con sorpresa que estamos muy cercanos a Carlos de Foucauld que quiso, tuvo la intuición, la misión de la vida oculta de Nazaret… Ahora, aquí, inauguraremos una capilla. Foucauld pensó comprar este sitio porque sentía de Dios que en el Monte de las Bienaventuranzas tenía que haber una capilla con la presencia constante de la Santa Eucaristía, día y noche.

El hermano Carlos pasaba largas horas de oración contemplativa ante el tabernáculo. En sus escritos espirituales se ve este deseo, esta pasión por estar cerca de la presencia de Cristo. Precisamente con relación a esto, escribió: ‘Creo que es mi deber esforzarme por adquirir un lugar del Monte de las Bienaventuranzas, para asegurar su propiedad a la Iglesia, cediéndola después a los Franciscanos, y también el de esforzarme por construir un altar donde, perpetuamente, se celebre la misa cada día y esté presente Nuestro Señor’. 

El sueño de Carlos de Foucauld

Sobre esta intención, el santo reflexionó y rezó mucho. Él estaba profundamente convencido de que su vocación de ‘imitar lo más perfectamente posible a nuestro Señor Jesús, en su vida oculta’, con una consagración más radical y definitiva, la recibiría aquí, en el Monte de las Bienaventuranzas.  

El sueño de Carlos de Foucauld se hizo realidad durante la Pascua de 2008, cuando en el Centro Internacional Domus Galilaeae, gestionado por el Camino Neocatecumenal y situado en la parte superior del Monte de las Bienaventuranzas (Korazim – Galilea), se inauguró una capilla con la presencia constante de la Santa Eucaristía, día y noche, para la adoración perpetua del Santísimo. Lugar que queda reflejado en el Lago de Galilea, embellecido por la predicación del Sermón de la Montaña y por el sueño de Carlos de Foucauld que se sella con la misión evangelizadora de la Iglesia». Puedes ver aquí la capilla construida por el Camino.

Nuestro tiempo en las cuevas de San Caprasio -en este lugar tan señalado para la historia reciente de la Iglesia-, va llegando a su fin. Cierro mi libro y leo algo en un pequeño cuadro que descansa a los pies del sagrario. Y, en silencio, repito para adentro:

«Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo. Con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío. Pongo mi vida en Tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo, y porque para mí amarte es darme, entregarme en Tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tu eres mi Padre («Oración de abandono», de Carlos de Foucauld).

Puedes ver aquí cómo se accede a las cuevas de San Caprasio. 

Echo la vista hacia adelante… y un sol escurridizo atraviesa la linterna del Santuario de Nuestra Señora de la Sabina, dejando un espectáculo que hasta el hombre más valioso nunca sería capaz de recrear. Echo la mirada hacia atrás… y las cuevas de San Caprasio se van escondiendo en el horizonte cada vez un poco más.

Entonces, levanto la mano, y, como brindando un toro a la inmensidad, me digo: Bendito seas, oh ‘hermano universal’, y bendito sea tu santo, dulce y estrepitoso fracaso. Porque tú, que dejabas siempre un plato vacío para tu ‘compañero’, hoy cuentas con miriadas de hijos… que, gracias a ti, saben que solo en el madero uno encuentra el descanso… ¡el verdadero!

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»