Todos los viernes del año ponemos la mirada en la cruz, pero especialmente en este tiempo de cuaresma en el que miramos al árbol de la vida y decimos “ave, crux, spes unica”. En la cruz se han unido el cielo y la tierra, se han reconciliado el norte y el sur, el este y el oeste. En la intersección de esos dos palos, el vertical y el horizontal, está el corazón de Jesús. Es el amor que nos ha reconciliado, es el amor que nos ha perdonado, es el amor que nos ha amado tanto que ahora también nosotros podemos amar así, con un amor desmesurado.
Pero hoy no es un viernes cualquiera, es el “viernes de dolores”, uno de los momentos más esperados de la Semana Santa. Encuadrado en la quinta semana de la Cuaresma, conmemora el sufrimiento por el que tuvo que pasar la Virgen María, madre de Jesucristo, durante el período anteriormente mencionado, que culminó en la crucifixión y posterior resurrección del Señor.
De acuerdo con los textos de la Biblia, los dolores que sintió la Virgen fueron siete: Primer dolor: una profecía de Simeón en la presentación del Niño Jesús. / Segundo dolor: La huida a Egipto con el Niño Jesús, escapando de la orden de asesinato por parte de Herodes. / Tercer dolor: Con 12 años, la pérdida durante tres jornadas de Jesús en el Templo de Jerusalén. / Cuarto dolor: El encuentro de madre e hijo en el camino de este al Calvario. / Quinto dolor: La crucifixión y posterior agonía de Jesucristo. / Sexto dolor: El recibimiento del cuerpo sin vida de Jesús por parte de la Virgen María, después de ser bajado de la cruz. / Séptimo dolor: El entierro de Jesucristo y la soledad que sintió tras el suceso la Virgen María.
Así que, si todos los viernes del año ponemos la mirada en la cruz, hoy lo hacemos especialmente para reconocer a la mujer que estaba de pie junto a ella. Si contemplar la cruz es ocasión de conversión, ¡cuánto más contemplar a la Madre Dolorosa! La cuaresma es tiempo de conversión en sentido real y concreto; nadie puede pretender acoger la gracia de una vida nueva, un corazón y un espíritu nuevos, sin dejar que antes se le arranque de su pecho, el corazón de piedra, ese que está lleno de resentimientos, indiferencias, envidias y rivalidades. Por eso, mejor no posponer para mañana esa llamada, esa conversación, esa oportunidad de reencuentro y de pedir perdón. Que Dios nos bendiga hoy, antes de que sea demasiado tarde, y ya no haya vuelta atrás. Como dice San Juan Damasceno: «No hay arrepentimiento para los ángeles después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte».
Damos gracias a Dios que nos ha amado con un amor tan grande, con una medida tan rebosante y sobreabundante, que nos permite ahora a nosotros recibir tanto amor y que también nosotros podemos dar sin reprochar ni exigir ser correspondidos.
Aprovechemos este viernes para acercarnos a la cruz e ir de la mano de ese hermano, con quien estábamos enfadados y distanciados, para que el Señor acoja nuestra ofrenda y uniéndola a la suya que se ofrece en el altar de la cruz, se transforme en vida abundante para el mundo
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