19/11/2024

William Rodríguez, héroe en las Torres Gemelas, agnóstico, pidió a Dios ayuda para salvar víctimas

William Rodríguez es un tipo jovial, expresivo, cercano. Normal. Un inmigrante portorriqueño que ejerció de ilusionista antes de trabajar en el World Trade Center. Su misión, en el centro mundial del ilusionismo financiero, era limpiar las escaleras de los 110 pisos de la Torre Norte. Lo hizo cada día durante diez años.

Hasta el 11 de septiembre de 2001. Aquel día, su misión consistió en salvar cientos de vidas, jugándose su propia vida. Él no se considera un héroe. Simplemente hizo lo que creyó que debía hacer. ¿Simplemente?

William Rodríguez, el milagro del 11-S

El 11 de septiembre de 2001 los cimientos del mundo occidental recibieron una sacudida tan brutal que su temblor se sintió hasta en el último rincón del planeta. Los aviones que los terroristas suicidas de Al Qaeda estrellaron contra las Torres Gemelas no solo causaron la muerte de 2.602 seres humanos y heridas a más de 60.000, también aterrorizaron al país más poderoso de la tierra y, por ende, al mundo entero.

Sus imágenes conmovieron en directo a millones de personas, paralizadas durante horas frente a sus televisores, sin poder parpadear siquiera ante el fuego devorador, el humo denso y siniestro, los cuerpos saltando al vacío, los héroes del Departamento de Bomberos, los rostros de ceniza y llanto, la destrucción… El dolor. El horror. 

William llegó a Estados Unidos dos décadas atrás, con la esperanza de encontrar trabajo como ilusionista, como mago; es a lo que se dedicaba en su Puerto Rico natal.

«Pero cuando llego a Nueva York, ¡qué sorpresa!, había magos por todas partes. Busco un trabajo y el primero que consigo es en las Torres Gemelas, el Centro del Comercio Mundial».

Para William, esas Torres eran como su hogar; trabajó durante 10 años limpiando la oficina del Gobernador de Nueva York, en la planta 57 de la Torre Sur. Cuando Mario Cuomo fue derrotado en las elecciones, la Oficina de Contratación le ofreció el único trabajo disponible, esto es, el que nadie quiere.

-¿Cuál?

-Limpiar 110 pisos de escaleras.

-¡¿Qué?!

-Limpiar 110 pisos de esca…

-Lo cojo. Difícil, pero lo cojo. 

Aquella mañana yo tenía que haber muerto

A William le llevó un año aclimatar su cuerpo y su mente para poder realizar su trabajo. Una labor de tres hombres que ahora debía hacer uno solo. Y que no tenía fácil sustitución. Aquella mañana del 11 de septiembre William se levanta tarde, se encuentra mal y pide un día de descanso a su supervisor. Pero su jefe se niega en redondo. William llega a la oficina de ABM (American Building Maintenance), en el sótano B-1 de la Torre Norte, a las 8:30. Con él hay 14 personas.

De pronto, a las 8:46 «oímos ¡Boum! Una explosión tan y tan fuerte que nos levanta en el aire, el techo falso se derrumba encima de nosotros, las paredes se rajan, los rociadores contra incendios se activan y el agua comienza a caer por todos lados». La gente corre y grita sin saber qué hacer o adónde ir, completamente desorientada. Siete segundos después, otra fuerte explosión hace crujir las paredes. El pánico se apodera de la situación y cada cual busca salvarse sin preocuparse de mirar alrededor. Todos excepto William

«Miro por el pasillo y veo a un señor gritando ‘¡Explosión! ¡Explosión!’ con los brazos extendidos y algo que parecía ser tela colgándole de las manos. Cuando se acerca, todos gritamos de horror… porque lo que le cuelga es su propia piel que se le ha despegado desde las axilas en los dos brazos, y se le ha quedado como un guante, colgando de los dedos».

El hombre es hondureño y se llama Felipe David; su camisa está empapada en sangre, pero nadie se detiene a ayudarle… salvo William, que lo cubre con toallas y trata de pedir ayuda. Pero en ese momento, otra explosión sacude el suelo, que tiembla como vapuleado por un terremoto. Nadie sabe qué ha ocurrido, no hay ventanas en el sótano, no hay información.

William sólo sabe que tiene que actuar, salir de ahí cuanto antes. Guía a la gente hacia la rampa de carga y descarga, una salida más segura que el vestíbulo. Lleva veinte años en el edificio, lo conoce bien. Al salir, en la radio de un agente de seguridad escucha por primera vez lo que ha sucedido: “¡Un avión impactó la torre!”

William mira hacia arriba, pero no consigue ver el piso 106 de la Torre Norte, donde se encuentran sus amigos del restaurante Windows of the World. Él tenía que estar ahí a esa hora, como todas las mañanas, desayunando gratis. Pero por alguna milagrosa razón esa mañana, por primera vez en diez años, había llegado tarde al trabajo y no tuvo tiempo para desayunar. Gracias a Dios. 

¡Estás loco, Willie, no vuelvas a entrar!

Willy solo piensa en que tiene que ayudar a sus amigos. ¡Tiene que volver! Mira a su alrededor, pero nadie le acompaña. Le quita la radio a su supervisor y entra por el sótano hasta la Torre Sur. Ve a una muchacha del equipo de seguridad, muy nerviosa, temblando, colapsada. «Le pregunto ¿qué haces aquí? Y me dice algo que cambia mi vida para siempre: ‘Lo he oído todo, pero no me puedo ir… porque soy una empleada nueva y no quiero que me despidan’. El falso sentido de la responsabilidad. Una cosa totalmente espeluznante». William la arranca literalmente de su miedo y de su responsabilidad suicida y la lleva hasta el exterior.

William Rodríguez, primero por la izquierda en la foto, ayudando a rescatar heridos en las Torres Gemelas.

Y una vez más, William, haciendo oídos sordos a las advertencias de sus compañeros (“¡Estás loco, Willie!” “Pero ¿qué te pasa?”), corre nuevamente dentro del edificio.

Esta vez entra directamente en la Torre Norte. Hay agua por todas partes, derramada de los rociadores contra incendios, y un hedor insoportable. Se cruza con un hombre que asegura oír gritos en uno de los ascensores de carga (hay más de 105 ascensores en cada torre).

William pega el oído en uno de ellos y logra percibir los gritos de auxilio, a pesar del ruido ensordecedor de los rociadores. Hay dos personas en el interior, y corren peligro de morir ahogadas: el agua acumulada en las plantas superiores baja como una cascada por el hueco del ascensor y entra por el techo de rejilla de la cabina, inundándola a una velocidad vertiginosa. 

William está bloqueado, no sabe qué hacer. Y entonces pide ayuda a quien menos se imaginaba.

“Yo era una persona agnóstica, no creía en nada, y en ese momento llamo al cielo y grito ‘¡Dios mío, ayúdame!‘ Con una devoción… Se lo pedí con todo mi corazón, con toda mi alma».

Mira a su alrededor y de repente se topa con un tubo de metal, la herramienta perfecta para abrir la puerta del montacargas. Cuando logra abrirla, toda el agua del piso cae en tromba dentro de la cabina; los hombres gritan con más fuerza, impotentes y desesperados.

«Y yo no sé qué hacer. Y otra vez: ‘¡Dios mío, ayúdame!’ Y como un flash en la cabeza recuerdo dónde hay escaleras, aunque siempre estaban encadenadas para que no las robaran. ‘¡Dios mío, por favor, que encuentre una!‘ Llego al área y… lo más increíble de todo: todas las escaleras estaban encadenadas al pilar del sótano; todas excepto una, la más larga». 

Corre hasta el ascensor, introduce la escalera por el hueco y… su longitud es exactamente la que necesita para alcanzar el techo de la cabina; abre la rejilla y logra sacar a los dos hombres, casi a pulso. Una vez más, han salvado la vida de milagro. Salen los cuatro al exterior, William deja a los heridos en manos de una ambulancia… y regresa al interior de la Torre

La Llave de la Esperanza

Había cinco llaves maestras en el complejo; los responsables de las otras cuatro (Seguridad, Emergencias, etc.) habían huido. Willy tenía la quinta llave. Esa llave, la Llave de la Esperanza, es la que va abriendo las puertas de cada piso a “mis héroes, los Bomberos de Nueva York”.

William Rodríguez, a la derecha de la foto, junto con el autor de este artículo, Pepe Álvarez de las Asturias, quien muestra la Llave de la Esperanza del 11-S.

Comienzan a subir un piso tras otro, abriendo todas las puertas que encuentran a su paso; primero desatrancándolas con la llave maestra y luego rematando con las herramientas de los bomberos. Una vez abierta la puerta, los bomberos entran en busca de supervivientes, a los que indican por dónde salir. Se encuentran muchos cadáveres, la mayoría ensartados por miles de cristales de sus grandes ventanales con vistas a Manhattan, que habían estallado por el brutal impacto del avión. 

«Total horror. Pero tenemos que seguir, tenemos que seguir, tenemos que seguir… Subimos, sacamos gente, subimos, sacamos más…»

Llegan hasta el piso 27 y los bomberos caen exhaustos (llevan más de cincuenta kilos a la espalda). Continúa subiendo, solo, abriendo puertas y buscando gente con vida.

En el piso 33 encuentra a una señora en el suelo, descalza, temblando, paralizada por el shock emocional. «La cojo de la mano, la levanto, la arrastro hasta las escaleras y se la dejo a dos personas que justo bajaban del piso 43».

En el piso 39 se encuentra de nuevo con su amigo David, el policía, y suben juntos, piso a piso, puerta a puerta, evacuando a más supervivientes. Desde el piso 44 escuchan una potente explosión y todo el edificio empieza a vibrar, con fortísimas oscilaciones que lo zarandean como si fuera un juguete. Se acaba de derrumbar la Torre Sur. Son las 9:59 de la mañana. 

¡No mires atrás, no mires atrás!

En ese momento, William sólo piensa en sus amigos del restaurante Windows of the World, situado en la planta 106 de la Torre Norte. Sólo ocho pisos por encima del impacto del primer avión; pero eso él aún no lo sabe.

«Esta es la parte del milagro, porque si yo hubiera llegado al trabajo a las 8 de la mañana, el avión me habría pillado arriba, en el restaurante, donde yo estaba todos los días a las 8 en punto porque me daban el desayuno gratis”.

William quiere continuar subiendo, pero David le convence de que primero evacúe a un hombre en silla de ruedas que habían dejado en el piso 27, esperando la recuperación de los bomberos. Y eso hace, ayudado por tres de los bomberos.

Mientras lo bajan, escuchan más explosiones y gritos angustiosos de personas que han quedado atrapadas en los ascensores, y se están quemando vivas. Con un lento movimiento de cabeza, el bombero confirma que no hay nada que puedan hacer. 

Llegan por fin al vestíbulo y, por primera vez, William ve la magnitud del desastre. Destrucción total.

Se queda paralizado, y desde el otro lado de la calle le gritan: “¡No mires atrás, no mires atrás!” Y, claro, él mira.

«Es lo más horrible que he visto en mi vida… Vi todos los cuerpos de la gente que se tiró del edificio. Cuerpos incrustados en el asfalto, destrozados, irreconocibles, como una masa informe. Y yo empiezo a gritar… y empiezo a llorar… Y cuando bajo la cabeza, veo lo que más me ha afectado a mí del 11 de septiembre: esa señora que yo ayudé a salvar en el piso 33 me la encontré partida por la mitad. Un vidrio cayó de la ventana de uno de los pisos de arriba y como una guillotina la cercenó por la misma mitad. Y yo comienzo a gritar ‘¡Dios mío, ¿qué hago?!’«. 

Last man out!

En cuestión de microsegundos escucha voces gritándole “¡Corre, corre!”. Ve un camión de bomberos enfrente del edificio y se tira debajo; y piensa: «Dios mío, no le des a mi madre el dolor de verme en pedazos, te lo pido por favor».

Y en ese instante, la Torre Norte comienza a derrumbarse de arriba abajo. Son las 10:28.

Toneladas de escombros caen sobre el asfalto y sobre el camión de bomberos, que va hundiéndose hasta casi aplastar el cuerpo atrapado de William. La nube gigantesca cubre todo lo que encuentra a su paso e impide ver más allá de unos metros. Pero las cámaras de televisión han captado la imagen del “último hombre en salir” (last man out), y saben aproximadamente dónde se encuentra.

Aún tiene que aguantar William varias horas hasta que comienzan a extraer escombros y llegan hasta él. Sale conmocionado, lleno de magulladuras y heridas, pero sin un solo hueso roto. Otro milagro. Sobre todo teniendo en cuenta que los neumáticos del camión revientan a los pocos minutos de salir él. «Si llegan a tardar cinco minutos más en rescatarme, el camión me aplasta».

William Rodríguez muestra un camión de bomberos como el que le protegió a él cuando se derrumbó la Torre Norte.

En cuanto recupera fuerzas quiere seguir ayudando, pero la CNN le planta un micrófono en la cara. William, a trompicones, relata su historia ante la cámara y ese vídeo da la vuelta al mundo. Aunque lo verdaderamente importante es que, gracias a esas imágenes, su madre sabe que está vivo. Es la primera noticia que tiene desde que habló con William por teléfono, antes de la caída de las dos torres. «El dolor de una madre sabiendo que tu hijo está ahí es indescriptible. Ella por poco muere de un ataque al corazón». La alegría de saberlo vivo es para su madre mucho más que indescriptible. 

Activista en favor de las víctimas

Sin embargo, la misión de William no acaba el 11-S. El día 12 regresa a los escombros, para ayudar en lo que pueda. Ese propósito se enfoca principalmente en ayudar y organizar a los familiares de las víctimas hispanas (murieron 247 en las Torres).

En una semana ya ha creado la primera organización de víctimas y se estrena como activista de sus derechos (ayuda económica, becas, exención de impuestos y otras leyes que, para su sorpresa, son aprobadas en el Congreso…).

Mientras tanto, su historia se extiende por todo el planeta y William se convierte en un héroe nacional. Es recibido en la Casa Blanca, reclamado en otros países, condecorado, aclamado, e incluso tentado para entrar en política.

Él va a lo suyo, que son las víctimas, los verdaderos necesitados. Sus mayores logros han sido, tal vez, conseguir que sus proyectos de ley y la creación de una Comisión de Investigación del 11-S se hayan hecho realidad, «pero no porque yo quise, ¡por necesidad! 19.600 restos humanos no identificados por ADN; menos de mil personas recibieron restos de sus familiares«.

Y eso significa, además de no poder enterrar a sus seres queridos, no poder acceder a las indemnizaciones.

La gran lección que quiere dejarnos William es que él, siendo barrendero e inmigrante, ha hecho cambios históricos en Estados Unidos, cambios que jamás hubiera imaginado, pero que hizo por una simple razón: entusiasmo por lo que moralmente era correcto. Por responsabilidad social. Por necesidad. Por justicia. 

«Perdí doscientos amigos el 11-S. Doscientos amigos que claman por justicia. Yo estoy vivo por un milagro, y con una responsabilidad, una misión: humanizar el evento que cambió la historia del mundo. La compasión humana es más duradera que la violencia. Y esa misericordia por el prójimo es lo que me llevó a hacer grandes cosas en ese momento. Y volvería a hacerlo con los ojos cerrados».

Su recompensa, el respeto y el amor de las familias, que vale más que cualquier reconocimiento, que cualquier condecoración, que cualquier premio. Ha recaudado millones de dólares para las víctimas, pero él no ha visto un centavo; ha llegado incluso a vivir debajo de un puente en New Jersey, porque después del atentado no encontró trabajo

Ahora, William se ha convertido en un adicto a ayudar. Y eso le hace feliz. A veces, sólo a veces, acaba el día cansado o deprimido; entonces echa un vistazo al cartel que tiene colgado sobre su cama, y lee la frase reparadora: «¿A quién ayudaste hoy?».

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»