Nacida en Argentina hace 30 años en una familia católica, Fátima creció siendo una joven ejemplar. En la escuela era excelente, vivía su fe en familia, especialmente con sus dos abuelas que le enseñaron a rezar y hasta los 18 años estudió en un colegio que, en lo referido a la fe, ayudaba.
Pasados los años, la joven tuvo un problema de piel que, aunque sin importancia, determinaría buena parte de sus decisiones futuras, marcadas por la inseguridad y la autoestima. Fue «el comienzo de una gran herida» que tendría sus primeras consecuencias cuando, al acabar el colegio, se mudó a Córdoba para continuar sus estudios, lejos de cualquier ayuda o supervisión familiar.
Al principio mantuvo su vida de fe. Iba a misa, se confesaba… pero «tenía demasiada libertad, toda junta, y sin estar preparada para llevarla».
Así, lo que recuerda como una «buena formación» se fue «desmoronando» hasta que se convirtió en presa «del mundo», pero también de sus inseguridades.
«No me conmovía por nada»
«Cada vez salía más y bebía hasta perder la conciencia. La falta de rumbo sumado a mi herida por la que todo el rato buscaba sentirme deseada y validada hizo que fuese un descontrol. Llegue siendo católica y acabé con una imagen de Dios que se desfiguró por completo», lamenta.
Su nueva vida comenzó a distorsionar la forma en que miraba al mundo, a los demás, incluso a su familia, convencida de que «había gente que tenía más derecho a vivir que otra, pensando que éramos muchos en el mundo y que estaba bien que viviese menos gente, que había vidas que valían menos. Me da vergüenza decirlo, pero nunca ayudaba a nadie ni me conmovía por nada«, admite.
Recuerda aquel proceso como un camino «gradual», pero cuyo final podía prever. «Dejé de confesarme, cada vez iba menos a misa y tenía una imagen más deformada de Dios y, como adicta a ese reconocimiento, aprobación y al sentirme querida, se me fue de las manos», relata.
Horriles visiones de demonios y voces suicidas
No solo acabó «totalmente alejada de Dios», sino que paralelamente comenzó a sufrir unas extrañas parálisis del sueño que no tenían nada de normal.
«Se me aparecían cosas… Fueron experiencias horribles en las que no me podía mover nada y siempre habían demonios. Alejada como estuve, nunca me desprendí de la creencia en Dios pero, aunque estaba totalmente deformada, pero recuerdo a Jesús rotegiéndome durante los años en que viví así, totalmente perdida».
Fátima terminó por considerarse «el centro» de su vida, y aunque de vez en cuando amagaba con volver a la práctica religiosa, «todo era muy superficial».
Los síntomas empeoraban. A las parálisis del sueño, Fátima tuvo que agregar algo parecido a una depresión que conllevó «ideas suicidas recurrentes» y a escuchar «una voz constante que me decía todo el tiempo que la vida no tenía sentido y preguntaba para qué existimos, por qué estaba aquí o por qué no dejaba de existir».
Una lucha entre la fe, la espiritualidad oriental y la ideología
Buscando cambiar de aires y un puesto de trabajo, Fátima recibió una llamada de Copenhague, donde sin buscarlo encontró un ritmo de vida más tranquilo, sin ruido ni tráfico ni tantas salidas. Aunque la «conducta desastrosa no cambió», la nueva ciudad le ayudó a parar… y a pensar.
Hasta que volvió a Argentina. Concretamente a su ciudad natal, donde sin saberlo comenzó nuevamente la búsqueda de Dios.
«Empecé a cambiar de conducta. En lugar de verme con chicos me quedaba en casa, mis conductas desordenadas se fueron ordenando, cambie mi forma de vestir, incluso mi contenido en redes sociales y empecé a restablecer el vínculo con mis padres», relata.
El cambio en su vida fue, sin embargo, más de hábitos que de cosmovisión. Así, recuerda como su imagen de Dios se había «deformado por completo» y aunque nunca dejó de buscar «la noción de Dios», lo hizo «en las cosas equivocadas».
«El New Age se empezó a meter en mi cosmovisión. Pensaba que había más vidas, en la reencarnación, el karma o las energías. Iba tomando cosas y configuré una visión propia del mundo en base a estas ideas», relata: creía en Jesús, pero también en Budda.
Poco a poco, a esa visión orientalista le fue agregando pizcas de corrientes ideológicas en alza, algunos aspectos del feminismo, otros del comunismo, comenzó a apoyar el aborto y lo woke, mientras su terraza era un auténtico «cargador» de piedras de energía lunar.
«Por primera vez en algo grande»
Pero relata como, entre todo ello, la fe luchaba por abrirse camino. Como sucedió al recordar sus años de soledad universitaria. Dolida, se apresuró una tarde a la iglesia donde fue bautizada, pero recuerda que más que «arrepentimiento» era solo un deseo de «quitarse de encima lo que había hecho».
Pasaban los meses, y Fátima confundía cada vez más su modo de vida woke y new age con un deseo que no sabía de dónde venía, pero que le llamaba a recuperar la fe de sus padres, ir a misa con su familia y disfrutar de pertenecer a la comunidad que le vio nacer.
Entre dos aguas, la joven debía decidir a qué mundo pertenecer. Y junto al nihilismo woke, también le dio una oportunidad a la fe y a la Pascua que se aproximaba.
El miércoles de ceniza, decidió ir a la iglesia.
«Cuando llegue a casa me miré en el espejo, vi la cruz en mi frente y sentí que por primera vez era parte de algo grande y me hice una foto agradecida, queriendo grabar aquel momento».
También relata cómo influyeron en su regreso a la fe las costumbres familiares que le enseñaron de pequeña, como escuchar únicamente música sacra el Viernes santo.
Del gregoriano a una confesión-exorcismo: «la paz más grande»
«Busqué en Google y me puse todo el día cantos gregorianos. Me dio una sed enorme de escuchar más y busqué vídeos y podcast en Spotify. Mientras trabajaba, me ponía uno de la vida de los santos, San Francisco de Asís o San Francisco Javier y quedé sorprendida de que existiese ese fervor que pudiese mover a la gente a que no le importase perder su vida al irse de misiones», recuerda.
A más días pasaban, más le invadía la convicción de que lo que escuchaba se parecía enormemente al Dios de sus padres, como si le hubiese «quitado el velo de los ojos y de repente pudiese ver la verdad».
La Pascua de este año se acercaba y tenía que decidir qué rumbo tomar. Tras aquellos días de preparación, no dudó en ir corriendo a confesarse, pero ahora por convicción personal. No fue fácil, y hoy sabe que en cierta manera, las confesiones son «los exorcismos más grandes».
Fátima recuerda que la primera confesión que hizo en años con verdadero arrepentimiento fue una verdadera lucha, física y real, pero en la que encontró la verdadera paz.
Recuerda que al comenzar, se quedó completamente tiesa, se le endureció la mandíbula hasta el punto de «casi no poder ni hablar» mientras temblaba de frío… «Tenía que pelear con mi cuerpo para poder confesar todo por lo que quería pedir perdón a Jesús».
Pero Fátima termino. Y cuando lo hizo, recuerda experimentar «la paz más grande que no había tenido en años, desde mi primera confesión».
Hoy, la joven vive con firmeza y constancia su fe, convencida de que si lo hace «no es por el bien» que le hace, sino que este «es una consecuencia de estar de vuelta en la casa del Padre» y que ese encuentro personal con Jesús ha «transformado» su vida.
«No puedo decir que Él me haya buscado por algo que yo hice, porque no es así. Yo no hice nada. Él me amó primero y Él me vino a buscar primero. Jesús me quitó un velo y me mostró la verdad. Me ha regalado la fe, porque de la noche a la mañana yo supe que Dios era Creador, que era mi padre y yo creación suya», concluye.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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