Juan 1,19-28 “Yo soy la voz que grita en el desierto”.
«Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». Él confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?». Respondió: «No». Y le dijeron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías». Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando».
Dios se hace hombre, pero se hace hombre concreto, último, de la periferia, no del centro. Jesús viene a decirnos, al dejarse bautizar por Juan el Bautista, que todos los hombres y mujeres, especialmente los más pobres somos amados con una profundidad y una radicalidad que nos tendría que estremecer. ¿Por qué no se ve claro ese mensaje? Porque la Iglesia demasiadas veces no ha optado por los pobres. Sino que ha coqueteado con las élites políticas, económicas, culturales. La Iglesia ha vivido muchos siglos siendo poderosa. Por eso abrazo sinceramente todo este tiempo de desacralización de la sociedad. Los procesos de secularización histórica tienen tanta vigencia y actualidad como la expulsión de los mercaderes del templo. Convertir la institución religiosa en un negocio, en una cueva de ladrones se vuelve necesidad. Por eso estamos en un tiempo donde el camino de la Encarnación cobra un nuevo sentido.
La Palabra se hace carne queriendo poner su tienda entre nosotros, pero en la frialdad y sencillez de un pesebre. Fuera de los focos. Fuera del poder religioso. No a la sombra del templo, sino al calor de uno pastores sencillos, últimos. Que los ángeles eligieran como testigos del milagro a los pastores es una declaración clara de la intencionalidad de Dios. Pablo habla de la Kénosis, de abajamiento, de servicio, de entrega. De todo esto es testigo Juan el Bautista. Esas palabras llenan el discurso de la fe, pero se tiene que seguir haciendo carne en nuestras vidas. Cuantas veces los deseos de grandeza anidan también en las gentes de Iglesia. Viendo el éxito de otros movimientos, el poder de convocatoria de grupos de fe, uno mira su propia vida y descubre cierta envidia, comparaciones, complejos.
El Bautismo de Jesús es la respuesta de Dios a todos los fracasados de la historia. Jesús tuvo una vida muy discreta y desapercibida los primeros años de su vida. Su divinidad no era evidente. De hecho, sorprende lo poco que se le notaba su divinidad. Pero es que no tenemos un Dios exhibicionista. No tenemos un Dios todo poderoso que quiere mostrarse continuamente para recordarle a lo humano quien manda. No tenemos un Dios rival de lo humano. Tenemos un Dios que borra sus huellas, tanto en la creación, como en la Historia. No está firmando su obra. Es anónimo por opción. Por eso puede luego enseñarnos a que no sepa nuestra mano derecha lo que hace la izquierda. Y sus seguidores poder acoger el gran regalo que son las Bienaventuranzas. El regalo que es acoger lo que somos ya, no lo que pretendemos ser.
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