Nació en el siglo IV, cerca de Milán (Italia). Su padre era gobernador de la provincia romana, y como su madre, eran de sólida fe cristiana. Y tanto la procuraron para su hijo que le pusieron bajo la instrucción del gran San Martín de Tours, que hacía vida monástica en Milán.
Bajo la tutela del santo aprendió los rudimentos de las letras, las Sagradas Escrituras, junto con la piedad y el gusto por las cosas sagradas. Desterrado San Martín, siguió su formación con ilusión de consagrarse a Dios en la vida monástica, y apenas pasó un tiempo, otro grande le tomó junto a sí: San Ambrosio, quien le hizo lector de su catedral, con vistas a ordenarle presbítero cuando llegase el momento.
Muertos sus padres, quedó libre de las ataduras del mundo, por lo que entregó todos sus bienes a los pobres y se dedicó al estudio y la piedad. San Ambrosio tenía grandes ilusiones con él, pero Maurilio seguía anhelando a su maestro San Martín y la vida monástica, por lo que luego de pedir socorro a Dios, decidió ingresar en un monasterio. Enterado que San Martín, que ya era obispo de Tours había edificado un monasterio del cual elegía a su clero, se fue en su busca, para profesar bajo su mano.
En el monasterio volvieron a florecer todas sus virtudes: era ejemplo de piedad, humildad, prontitud en el cumplimiento de la Regla. Obedecía siempre, era fervoroso y jamás perdía el tiempo en ociosidades. Llegado a la edad prudente, San Martín le ordenó presbítero, a pesar de las protestas de humildad de nuestro santo. Algunos le hacen abad de este monasterio.
Siendo sacerdote sus virtudes y celo le llevaron a otra faceta desconocida: la de apóstol. Tal como preveían Martín y Ambrosio, Maurilio apenas ordenado se lanzó a la conversión de los paganos y los bárbaros que iban poblando los territorios del Imperio. Se prodigaba entre el servicio del altar, la predicación, la denuncia de las injusticias y la caridad para con los pobres.
Su primer destino fue Anjou, donde el nombre de Cristo era pasado por alto, a pesar de ser conocido. Con su palabra y ejemplo convirtió a muchos y enfervorizó a los cristianos. Luego pasó a Angers, donde efectuó el milagro de hacer caer fuego desde el cielo sobre un templo pagano donde aún se realizaban cultos y sacrificios a los dioses. Esto provocó una cascada de conversiones de paganos, los cuales construyeron una iglesia sobre las ruinas del templo.
No le faltaron milagros para convencer a su pueblo: sanó a un pagano de nombre Saturno, que estaba baldado de las manos, de nacimiento. Fue presentarse el hombre y trazar la señal de la cruz el santo, que aquel quedó libre de su mal. Ciegos, poseídos, niños muertos y resucitados… toda clase de males pasaron delante de Maurilio, y este con la bendición de Dios, les daba solución mediante sus milagros.
Enterado de que unos paganos habían escondido sus ídolos en una cueva para que el santo no se enterase, allá se fue y apenas conminó a los demonios que en los ídolos se escondían, estos clamaron: “Maurilio, ¿por qué nos persigues en todas partes? ¿También nos vienes a arrojar de este último refugio? ¿No nos has de conceder paz ni tregua?” A lo que el santo respondió haciendo la señal de la cruz e invocando el Santísimo Nombre de Jesús, mandándoles a los diablos desaparecieran de sus dominios, cosa que hicieron los demonios con grandes aullidos.
Lo siguiente fue reunir las estatuas y prenderles fuego en un monte, donde luego se levantaría un monasterio e iglesia dedicados a Nuestra Señora, en el cual entrarían algunos de los convertidos.
Doce años sirvió Maurilio de apóstol en Angers, desterrando en ese tiempo todo vestigio de paganismo y haciendo crecer una comunidad cristiana piadosa y caritativa. Al cabo de ese tiempo murió el obispo (que algunos hacen coincidir con San Próspero de Aquitania, 25 de junio) y el clero y el pueblo eligieron unánimemente a Maurilio.
Se resistió tanto que hubo que llevarle a la fuerza a la catedral, donde le recibió San Martín. Allí cesaron sus protestas cuando se vio descender sobre él una paloma blanca, que todos tomaron como signo de elección divina. Toda la ceremonia de consagración episcopal estuvo la paloma sobre el hombro del santo, hasta desaparecer.
De obispo redobló sus actividades apostólicas de predicación y caridad. Pero recordaréis que lo que anhelaba el santo era la vida monástica, así que al cabo del tiempo ya estaba más que triste con su destino como obispo. Tristeza que se aumentó al morírsele un niño sin el sacramento del bautismo por no haber llegado a tiempo, a pesar de no ser culpa suya, pues tenía que terminar la liturgia.
Así que decepcionado, a san Maurilio no se le ocurrió más que abandonar de noche la ciudad. Disfrazado, tomó un barco en el puerto, que le llevaría a Bretaña. Tenía en sus manos las llaves de la catedral, con las que no sabía que hacer, cuando de pronto vino un golpe de mar, se las arrancó de las manos y se hundieron en lo profundo del océano. Lo tomó el santo como signo del cielo, y se prometió: “no volveré a la tierra que dejé hasta que aparezcan estas llaves”.
Llegando a Bretaña, se colocó de jardinero en casa de un señor, y pronto destacó entre todos los sirvientes por su modestia, prontitud para el trabajo, paciencia y piedad. Siete años sirvió el santo como jardinero, en tanto que cuatro presbíteros de su clero le buscaban por medio mundo. Llegados unos hombres a la costa bretona, vieron una piedra resplandeciente, y acercándose, leyeron las letras de oro que había en la piedra: “Por aquí pasó Maurilio, obispo de Angers”, con lo que tomaron más deseo de hallarle.
Estando ya de camino, un enorme pez saltó del mar hacia la cubierta del barco. Si se sorprendieron al verle, más aún lo hicieron cuando al abrirlo (para comerlo, supongo) hallaron las llaves de su catedral en el estómago del pez. En un principio pensaron que el santo se habría ahogado, pero una visión les advirtió de su error, confirmándoles que estaban en buen camino para hallar a su amado obispo.
Nada más llegar a Inglaterra supieron de un virtuoso jardinero de origen extranjero, del que se hablaban prodigios. Y a casa del señor se fueron, hallando a Maurilio encargado de su jardín, y viéndole, se postraron ante él y le besaban las manos. Le enseñaron las llaves y el santo, comprendiendo que Dios le respondía a su promesa, decidió volver a su diócesis.
Pero la cosa no quedó ahí, pues la pena por el niño muerto aún le atenazaba, así que nada más llegar a Angers (donde fue aclamado con júbilo), fue a la tumba del infante. Allí oró por él, y el niño volvió a la vida, luego de siete años. El santo obispo le bautizó y confirmó, y como había sido «renacido», le llamó Renato, tomándolo bajo su protección. Llegó este niño a ser el sucesor de Maurilio, le conocemos como San Renato de Angers (12 de noviembre).
Vuelto a la sede, nuestro santo renovó sus afanes apostólicos, corrigiendo abusos, predicando, socorriendo a los necesitados, construyendo monasterios e iglesias, sustituyendo fiestas paganas con rogativas y ceremonias cristianas. Pero la vida monástica seguía llamándole, por lo que luego de unos años, junto a Renato se retiró a una ermita en Sorrento, donde finalmente falleció el 13 de septiembre de 437, casi con 90 años.
Se vieron extrañas luces en el cielo y unas monjas cercanas oyeron cánticos angélicos. Fue enterrado en la necrópolis de Sorrento, de donde se trasladaron sus reliquias a Angers, en cuya catedral son veneradas aún. Es abogado de jardineros, paisajistas y pescadores. Se le invoca para no morir sin sacramentos, contra la parálisis, la gota, la artritis y en general contra cualquier enfermedad que impida la movilidad.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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