El Adviento no es sólo un tiempo de espera, sino un verdadero camino de transformación. En él, la Iglesia nos invita a preparar el corazón para el encuentro con Cristo, no sólo en la conmemoración de su nacimiento en Belén, sino también en su Segunda Venida gloriosa. Este tiempo litúrgico, profundamente espiritual, nos llama a dejar que Dios actúe en nuestras vidas, aun cuando nuestra alma se sienta como un desierto, árida y estéril. Porque el Adviento es el tiempo en que el desierto comienza a florecer.
En el lenguaje bíblico, el desierto tiene un significado profundo: es lugar de prueba y aridez, pero también de encuentro con Dios. Israel caminó durante cuarenta años por el desierto, y allí conoció el amor fiel de Yahvé. De igual manera, en Adviento somos llamados a atravesar ese desierto espiritual, confiando en que la gracia divina es capaz de transformar nuestra sequedad en un vergel lleno de vida.
El profeta Isaías, con palabras llenas de esperanza, nos anima: “El desierto y la tierra reseca se alegrarán; la estepa se regocijará y florecerá como el narciso” (Isaías 35:1). Este anuncio no es sólo una imagen poética, sino una promesa: allí donde el alma parece muerta, donde el pecado o la tibieza han hecho que nuestra vida interior sea como una tierra reseca, Dios puede obrar maravillas. Pero, ¿qué debemos hacer para que florezca nuestro desierto.
EL DESIERTO DE NUESTRO INTERIOR
En ocasiones, nuestro corazón puede parecer un lugar inhóspito. Las distracciones del mundo, el ruido, el pecado y la falta de oración lo convierten en una tierra reseca donde parece imposible que algo hermoso crezca. Sin embargo, Dios no necesita fertilidad natural para obrar. Su gracia es el agua viva que hace florecer incluso los lugares más estériles. Santa Teresita del Niño Jesús, con su sencilla sabiduría, decía: “El Señor no rechaza nuestra pequeñez, al contrario, Él transforma las cosas más humildes en maravillas.” Así, incluso nuestras debilidades y miserias, cuando se entregan a Él, pueden convertirse en fuente de vida y esperanza.
El Adviento nos invita a abrir nuestro corazón, a quitar las piedras que obstaculizan el crecimiento de la semilla de la fe, y a confiar en que, aunque no veamos aún los frutos, Dios está trabajando en lo oculto.
EL AGUA VIVA QUE TODO TRANSFORMA
En el Evangelio, Jesús nos promete el agua viva que salta hasta la vida eterna. Esa agua, símbolo del Espíritu Santo, es la que puede cambiar nuestra sequedad en fertilidad espiritual. Pero para recibirla, es necesario abrirnos al misterio del Adviento: el misterio de la espera activa, de la preparación y de la conversión.
San Juan de la Cruz, gran maestro del desierto espiritual, nos dice: “En el silencio del desierto, Dios habla al corazón.” Este tiempo santo nos invita al silencio, no como una ausencia, sino como un espacio de encuentro. Es en ese silencio donde Dios riega nuestra alma y hace brotar las flores de la fe, la esperanza y la caridad.
LA PROMESA DE UN NUEVO COMIENZO
Adviento es, en última instancia, la promesa de que Dios siempre puede hacer algo nuevo en nuestra vida. No importa cuán reseca esté nuestra alma; lo que importa es que confiemos en Él, que le permitamos obrar. Así como el desierto florece con la lluvia, nuestra vida florecerá con la gracia, si dejamos que Él sea el centro de todo.
El profeta Isaías concluye: “Se alegrarán los páramos y desiertos, se llenará de gozo la estepa y exultará con flores” (Isaías 35:1-2). Este es el Adviento: un tiempo para transformar nuestra aridez en alegría, nuestra espera en encuentro, y nuestra vida en una alabanza perpetua al Dios que viene.
OMO
BIBLIOGRAFÍA
1. La Historia de un Alma, Santa Teresita del Niño Jesús.
2. Subida al Monte Carmelo, San Juan de la Cru
PUBLICADO ANTES EN CATOLICIDAD
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