30/11/2024

Almodóvar acertaba: la verdadera razón de la cruzada pro eutanasia de «La habitación de al lado»

Pedro Almodóvar, reconocido director español y padre de La habitación de al lado –su primera película rodada en lengua extranjera y recién premiada con el León de Oro de Venecia– acaba de decir lo correcto en una entrevista: el suicidio legalizado es la negación de la propia relación con Dios.

Rodolfo Casadei, en Tempi, ha explicado así las razones.  

Almodóvar y la verdadera razón de la cruzada pro eutanasia

Faltaba otra película glorificando la eutanasia y un director pidiendo que se convierta en un derecho universal reconocido por ley. La habitación de al lado es una pieza más de la campaña de lavado de cerebro que quiere convencernos de que el suicidio de los que sufren debe ser protegido por el Estado y pagado por los contribuyentes; y los que lo impiden deben ser castigados, porque negar un derecho es un delito penal (precursores fueron el Tribunal Administrativo Regional de Lombardía y el Consejo de Estado, que condenaron a Roberto Formigoni y Carlo Lucchina por no haber cumplido la orden de matar a Eluana Englaro).

En la entrevista concedida al Corriere della Sera, Pedro Almodóvar ni siquiera se molesta en justificar su postura a favor de la eutanasia, se limita a repetir el mantra de la «muerte digna», lo que equivale a decir que la vida de los enfermos terminales es indigna de ser vivida, y que es consciente de que la eutanasia choca «contra todo credo que ve en Dios la única fuente de vida».

Sin duda, el director español tiene el don de la síntesis: en la decisión de darse una muerte prematura se plasma la negación de la relación con Dios. Faltan, sin embargo, pasajes de razonamiento indispensables para comprender de qué se trata y qué pretende realmente la instauración del suicidio legalizado, enmarcado y financiado por el Estado.

La tranquilizadora ilusión de la nada

Debería estar claro para todos que la promoción del suicidio de los que sufren sirve para persuadir a los débiles de que se quiten de en medio (los fuertes y poderosos se han vuelto más listos: el nazismo utilizaba métodos brutales, hoy utilizan la bondad), para ahorrar a los organismos públicos recursos de los alicaídos presupuestos sanitarios, para aliviar el miedo del individuo a encontrarse solo y abandonado ante el dolor y la proximidad de la muerte.

Del mismo modo que debe quedar claro que no es por un sufrimiento físico insoportable por lo que se demanda mayoritariamente la eutanasia: nunca una civilización ha dispuesto de tantos analgésicos como la nuestra, nunca las terapias contra el dolor han progresado tanto como en este cuarto de siglo. El verdadero origen de la demanda de eutanasia -y la razón por la que Almodóvar y mil otros reclaman su institucionalización- es la angustia que el dolor físico y el pensamiento de la muerte desatan en el enfermo y en quienes prevén su propia enfermedad mortal.

Es una pieza más de la campaña de lavado de cerebro que quiere convencernos de que el suicidio de los que sufren debe ser protegido por el Estado (foto: ‘La habitación de al lado’).

Como escribe Henri Hude, «en el sufrimiento físico hay que distinguir dos cosas: el sufrimiento en sí y la angustia que lo envuelve. Los analgésicos son muy potentes. Por tanto, la eutanasia activa pretende tranquilizar al paciente más contra la fatalidad de tener que enfrentarse a la angustia metafísica que contra el sufrimiento en sí. Porque el hombre al que le duele alguna parte del cuerpo y se siente enfermo también padece un malestar, el de no comprender la razón y el sentido de este dolor. Si este mal sin un porqué se entiende como un puro sinsentido, con la muerte en el horizonte, se comunica con la idea del Mal y se convierte en fuente de angustia.

Es probable que, en la mayoría de los casos, la petición de eutanasia esté menos motivada por el sufrimiento puro y simple que por la angustia de un sufrimiento que parece absurdo. Porque si el sufrimiento tuviera sentido a sus ojos, el hombre no trataría de escapar de él incondicionalmente, aunque por naturaleza prefiera el placer o el no sufrimiento. El verdadero sufrimiento del que huye el hombre, aquel del que sufre y contra el que grita pidiendo ayuda, es, por tanto, la angustia aguda.

Exigir la eutanasia equivale a reivindicar el derecho a evitar la angustia hasta el final, ya que no es posible eliminarla. Si suprime el sufrimiento matándose o haciéndose matar, el hombre tiene la impresión de que el sufrimiento y la muerte están en su poder: así los reintegra en el mundo de los objetos dominados, no inquietantes. Consigue reprimir su angustia y, en paz, tranquilizado por la ilusión de la nada, entra en la eternidad sin angustia y sin pensar en ella» (H. Hude, Ce monde qui nous rend fous).

La angustia que abre a la trascendencia

La eutanasia quiere hacer imposible al hombre la experiencia de la angustia, porque ésta podría abrirle a la trascendencia, a la idea de Dios y de un sentido de las cosas, y hacer de él un hombre libre, no chantajeado por el poder y el consumo. Quien descubre su propia dependencia de lo Trascendente y la certeza de que todo tiene sentido ya no puede ser esclavizado por ningún poder humano, es un hombre libre para siempre.

La angustia como experiencia de la propia finitud y del abismo del sinsentido que abre la posibilidad de la fe en Dios fue destacada por Søren Kierkegaard: «Es con la ayuda de la angustia como Dios baja a cazar al hombre«.

La travesía del sufrimiento como tarea de la vida de todo hombre es uno de los aspectos más profundos del planteamiento, también terapéutico, de Viktor Frankl, el psicoanalista austriaco que describe la figura del homo patiens: aquel que asume conscientemente, que hace suyo e interioriza, un destino inevitable, que no ha elegido, pero que le ha sido presentado por la vida sin posibilidad de alternativas. Es el hombre que, como Cristo en Getsemaní, reza con estas palabras: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya».

La enfermedad dolorosa o gravemente incapacitante es ese destino inevitable que el hombre puede elegir abrazar o rechazar (mediante la eutanasia). Lo abraza si le reconoce un sentido; le reconoce un sentido si le mueve el amor: «Un sufrimiento dotado de sentido se dirige siempre más allá de sí mismo y apunta a algo ‘por cuyo amor’ se sufre» (V. Frankl, Homo patiens).

La «pulsión fundamental» del hombre

En la angustia por la inminencia de la muerte y su manifestación a través del dolor físico, el hombre redescubre el deseo de eternidad, de inmortalidad. La existencia de este deseo en sí misma no prueba nada, pero reabre el camino a la conciencia del sentido religioso, es decir, a la conciencia de la naturaleza humana como la naturaleza de un sujeto que desea la felicidad plena y profunda, que nada de este mundo puede darle.

No hay automatismo, sino que el redescubrimiento del deseo de Absoluto que palpita en la propia finitud (conocido desde tiempos inmemoriales, pero más evidente en la inminencia de la muerte); el redescubrimiento de que ningún bien finito puede satisfacer este deseo, devuelven al hombre a la verdad de su naturaleza y le ponen de nuevo en condiciones de volverse hacia Dios. Ayudan al hombre a redescubrir lo que Hude llama -apropiándose de términos psicoanalíticos freudianos y reformulando su significado- la «pulsión fundamental» del hombre, que no es la pulsión sexual, sino la pulsión que le impulsa hacia el Absoluto, hacia Dios, hacia la trascendencia.

Tráiler de ‘La habitación de al lado’, de Pedro Almodovar.

Pulsión que la sociedad contemporánea reprime y sublima: los mil deseos que ocupan el lugar del Deseo (o pulsión fundamental) son sublimaciones de la pulsión fundamental, es decir, son sustitutos de lo auténticamente deseado. Las sublimaciones (que el pensamiento bíblico llama ídolos) provocan neurosis. La neurosis no tolera la angustia. La intolerancia a la angustia allana el camino a la eutanasia y al suicidio asistido. Los directores y políticos neuróticos promueven la eutanasia y el suicidio asistido.

Traducción de Verbum Caro.

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»