Como en el caso de Maurice Caillet y Serge Abad-Gallardo, para Louis-Alcine el momento de ingresar en la masonería coincidió con los primeros éxitos de una brillante carrera profesional: «Yo era un treintañero rodeado de triunfadores, todos ellos gente intelectualmente brillante. Llevaba diez años casado con una mujer alegre e inteligente».
Los fines de semana encadenaban cenas y salidas mundanas con agradables conversaciones entre amigos de su ámbito. No tenía grandes preocupaciones: «La vida me sonreía. Me propusieron hacerme masón y acepté, halagado de que una logia del Gran Oriente de Francia me hubiese escogido».
El bautizo
El 15 de febrero de 2005 nació su cuarta hija y se planteó la cuestión de su bautizo.
Hay muchos que se definen como ‘creyentes no practicantes’, pero el caso de Louis-Alcine era distinto: «Solo para no suprimir a Dios de mi vida totalmente, yo seguía yendo a misa los domingos, pensando que mal no podía hacerme, y a modo de recuerdo de lo que había vivido en otras épocas de mi vida. Mi mujer decía que me había convertido en un ‘practicante no cryente‘. Y así era», confesó él mismo en la sesión de la segunda semana de agosto de los encuentros de la Comunidad del Emmanuel en Paray-le-Monial, la localidad de Francia donde Santa Margarita María Alacoque difundió la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Louis-Alcine cuenta su conversión en un encuentro de Paray-le-Monial este agosto.
Justo a esa comunidad estaba confiada la parroquia de la región parisina a la que acudieron para preparar la celebración. Cuando, en una reunión, los diversos padres fueron explicando por qué querían bautizar a sus hijos, los demás contaron «historias muy bellas«, pero Louis-Alcine, «en un arranque de sinceridad», dijo lo que pensaba: «‘Para contentar a mi esposa‘, dije… lo que no hizo sino aumentar su tristeza”.
El funeral
En ese periodo estaban, cuando el 2 de abril de 2005 murió Juan Pablo II. Un compañero de trabajo, que conocía su “pasado cristiano”, le insistió en que el funeral, que se preveía masivo e histórico (de hecho, pocas veces se ha visto tal concentración de jefes de Estado y de Gobierno, católicos y no católicos), era un acontecimiento que no podían perderse: «¡Vamos, tenemos que ir!», le animó.
“Nostálgico o curioso, decidí ir”, explica Louis-Alcine, quien nunca había estado en Roma. Una vez allí, siguió a la multitud por Via Conciliazione y logró situarse en un punto desde donde podía ver el ataúd, sobre el cual habían depositado unos Evangelios cuyas páginas iban pasando, impulsadas por la brisa.
Al Evangelio que fue depositado sobre el féretro con los restos mortales del Papa le iba pasando las páginas el viento en la Plaza de San Pedro.
Ese ambiente le sugestionó y conmovió profundamente. Al llegar el Credo, lo rezó: «Invadido por mis recuerdos infantiles, canté la fe de la Iglesia universal. Y luego me impresionó el increíble recogimiento de esa masa de gente en el momento de la consagración. Cuando terminó la misa, a mediodía, el viento había pasado la última página del Evangelio, y yo decidí volver a ser católico. Éramos un millón de personas, pero Jesucristo, en esa misa, estuvo ahí para mí”.
Le costó despegarse de la Plaza de San Pedro, donde se quedó mucho tiempo, hasta que se vació casi por completo: «Yo no quería irme. Me sentía en casa. Había vuelto a mi hogar, donde Alguien me estaba esperando. Había llegado a Roma por una mezcla de curiosidad y nostalgia y había regresado católico«.
La confesión sacramental
A las pocas semanas de regresar de la Ciudad Eterna, bautizaron a su hija. «¡Pero esta vez, no para contentar a mi mujer!”, bromea: «Ella estaba feliz de verme transformado«.
Louis-Celine tenía, en cualquier cado, que «poner de nuevo en orden» su vida, y «quedaba la cuestión de la masonería«: «Tuve la suerte de recibir una buena formación en mi juventud, así que conocía el magisterio de la Iglesia. Pude comprender íntimamente qué sabia es la Iglesia cuandocie que hay que elegir entre una verdad que construye el hombre por sí mismo, y una Revelación trascendente que nos es entregada; entre un bautismo al que se invita a todo el mundo a la luz del día y un conocimiento abierto a todos, y un rito iniciático oculto para el cual uno es seleccionado. Yo elegí y le escribí al maestro de mi logia».
El paso final era la confesión sacramental, que aún hubo de esperar «tres meses de penitencia y reconciliación» que le permitieron «pasar página»: «La página anterior de mi vida quedaba escrita: era mi vida, una riqueza, porque servía para acordarme de mi debilidad. Y yo tenía una página en blanco ante mí, que es la liberación total que me ofrecía el sacramento de la penitencia. Era yo quien iba a escribir con total libertad las siguientes páginas».
Louis-Alcine siente «una debilidad especial» por el sacramento de la reconciliación: «En un ritual tan sencillo, con tan poco ‘aparato’, ¡hay tal concentración de gracia! Tras un diálogo entre dos personas, y por medio de unas pocas palabras dichas en nombre de la Iglesia por el sacerdote, soy restaurado en la gracia de mi bautismo y de mi sacramento del matrimonio. ¡Jamás podremos descubrir toda la profundidad de este sacramento que abre una puerta al futuro y borra y perdona el pasado!»
«Gracias por permitirme evocar este acontecimiento de mi vida, ese día en que el Señor vino a buscarme y me rescató», concluye Louis-Alcine, quien no olvida que todo pudo suceder gracias a una propuesta de un amigo que jamás habría esperado ese resultado: “Dios se sirve de nosotros en beneficio de nuestros hermanos. Las palabras tienen su importancia, pueden abrir un camino nuevo a alguien mucho más allá de lo que nosotros conocemos».
(Artículo de hemeroteca publicado originalmente el 22 de agosto de 2022).
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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