III Domingo de Adviento, Gaudete, Ciclo B
El tercer domingo de Adviento se llama domingo «de la alegría» y marca el paso de la primera parte, prevalecientemente austera y penitencial, del Adviento a la segunda parte dominada por la espera de la salvación cercana. El título le viene de las palabras «Estad siempre alegres» (gaudete) que se escuchan al inicio de la Misa: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca» (Filipenses 4, 4-5). Pero el tema de la alegría invade también el resto de la liturgia de la Palabra. En la primera lectura oímos el grito del profeta: «Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios». El Salmo responsorial es el Magnificat de María, intercalado del estribillo: «Me alegro con mi Dios». La segunda lectura, finalmente, comienza con las palabras de Pablo: «Hermanos: estad siempre alegres».
Ser felices es tal vez el deseo humano más universal. Todos quieren ser felices. El poeta alemán Schiller cantó este anhelo universal al gozo en una poesía que después Beethoven inmortalizó, haciendo el famoso Himno a la Alegría que concluye la Novena Sinfonía. También el Evangelio es, a su modo, un largo himno a la alegría. El nombre mismo «evangelio» significa, como sabemos, feliz noticia, anuncio de alegría. Pero el discurso de la Biblia sobre la alegría es un discurso realista, no idealista ni veleidoso. Con la comparación de la mujer que da a luz (Juan 16, 20-22), Jesús nos ha dicho muchas cosas. El embarazo no es en general un período fácil para la mujer. Es más bien un tiempo de molestias, de limitaciones de todo tipo: no se puede hacer, comer ni llevar puesto lo que se desea, ni ir adonde se quiera. Sin embargo, cuando se trata de un embarazo deseado, vivido en un clima sereno, no es un tiempo de tristeza, sino de alegría. El porqué es sencillo: se mira adelante, se pregusta el momento en que se podrá tener en brazos a la propia criatura. He oído a varias madres decir que ninguna otra experiencia humana se puede comparar a la felicidad que se experimenta al convertirse en madre.
Todo esto nos dice algo muy preciso: las alegrías verdaderas y duraderas maduran siempre desde el sacrificio. ¡No hay rosa sin espinas! En el mundo, placer y dolor (lo hemos observado ya en una ocasión) se siguen el uno al otro con la misma regularidad con la que al elevarse una ola que impulsa al nadador hacia la playa le sigue un hundimiento y un vacío que le succiona hacia atrás. El hombre busca desesperadamente separar a estos dos «hermanos siameses», de aislar el placer del dolor. Pero no se consigue, porque es el propio placer desordenado el que se transforma en amargura. O de improviso y trágicamente, como nos dicen las crónicas diarias, o un poco a la vez, a causa de su incapacidad de durar y del tedio que genera. Basta pensar, por poner un ejemplo más evidente, qué queda de la excitación de la droga un minuto después de que haya cesado su efecto, o a dónde lleva, también desde el punto de vista de la salud, el abuso desenfrenado del sexo. El poeta pagano Lucrecio tiene dos poderosos versos al respecto: «Un no sé qué de amargo surge de lo íntimo de cada placer nuestro y nos angustia incluso en medio de nuestras delicias».
Al no poder, por lo tanto, separar placer y dolor, se trata de elegir: o un placer pasajero que lleva a un dolor duradero, o un dolor pasajero que lleva a un placer duradero. Esto no vale sólo para el placer espiritual, sino para toda alegría humana honesta: la de un nacimiento, una familia unida, una fiesta, el trabajo llevado felizmente a término, el gozo de un amor bendecido, la amistad, una buena cosecha para el agricultor, la creación artística para el artista, una victoria para el atleta.
Alguno podría objetar: ¿pero entonces para el creyente la alegría, en esta vida, será siempre y sólo objeto de espera, sólo un gozo «de lo que está por venir»? No; existe una alegría secreta y profunda que consiste precisamente en la espera. Es más, es tal vez ésta, en el mundo, la forma más pura de la alegría; la alegría que se tiene en esperar. El poeta Leopardi lo dijo maravillosamente en la poesía Il sabato del villaggio. La alegría más intensa no es la del domingo, sino la del sábado; no es la de la fiesta, sino la de su espera. La diferencia es que la fiesta que el creyente espera no durará sólo algunas horas, para después ceder de nuevo el puesto a «tristeza y tedio», sino que durará para siempre.
Tomado de Homilética.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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