16/10/2024

Cargáis a los hombres cargas insoportables

«Pero ¡ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de hortalizas, mientras pasáis por alto el derecho y el amor de Dios! Esto es lo que había que practicar, sin descuidar aquello. ¡Ay de vosotros, fariseos, que os encantan los asientos de honor en las sinagogas y los saludos en las plazas! ¡Ay de vosotros, que sois como tumbas no señaladas, que la gente pisa sin saberlo!». Le replicó un maestro de la ley: «Maestro, diciendo eso nos ofendes también a nosotros». Y él dijo: «¡Ay de vosotros también, maestros de la ley, que cargáis a los hombres cargas insoportables, mientras vosotros no tocáis las cargas ni con uno de vuestros dedos!

Jesús denuncia una vivencia de la fe que se basa en los ritos externos, en el cumplimiento de unas normas, pero que se olvida del mandamiento de amar a Dios con toda la mente, con todas las fuerzas, pero, sobre todo, con todo el corazón. Una fe sin emociones, sin sentimientos, sin afecto, se convierte en una réplica exacta de una herencia recibida, de una tradición, pero que no actualiza la experiencia gozosa de la salvación en el aquí y en el ahora. Hace poco vi una película en la que un científico le decía a otro: “hay mucha gente que repite las partituras y lo hace correctamente, pero es necesario sentir la música, tú ¿sientes la música?” Esto mismo la podemos acercar a nuestra experiencia de la fe. Hay mucha gente que viene a la Iglesia, que se santigua, que se arrodilla, que comulga, que se confiesa, que recita el Credo de memoria, que se sabe los mandamientos y tiene una formación catequética correcta, pero ¿Sientes a Dios vivo en tu corazón? ¿Reconoces la voz de Dios cuando lees los evangelios? ¿Orar te modifica actitudes, de impulsa a la acción, te hace misionero?

Esas preguntas las tenemos que profundizar como el que se pone el termómetro para medirse la temperatura. ¿Cómo está nuestra fe? Porque si algo demanda el mundo de hoy es que hay testigos de la fe, de la esperanza, del amor, no personas que repiten proclamas y eslóganes, pero sin una implicación real de sus propias vidas. Qué peligro tenemos las personas que formamos parte de la Iglesia cuando olvidamos que somos una comunidad de llamados por Jesús a seguirle por caminos de acogida, de servicio, de compañeros de camino y no de búsqueda de puestos de prestigio y de poder. Jesús lo advirtió muchas veces en sus enseñanzas: «No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,26-28).

Hagamos de nuestras comunidades espacios humanamente habitables, donde no estemos compitiendo por cuotas de poder o de influencia, sino por convertirnos en creadores del Reino. Donde nadie se sienta juzgado, donde cada persona pueda ser ella misma. Viendo como nos amamos y nos tratamos haremos más creíble al Dios del que decimos que es el gran amor de nuestras vidas.