Santos: Clemente I, papa y mártir; Lucrecia, Felícitas y sus 7 hijos: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vidal y Marcial, mártires; Sisinio, Gregorio, obispos; Guido, abad; Anfiloquio, Asclepiodoro, Trudón, Heleno, confesores; Faletro, abad; Raquildis, virgen, beata; Miguel, Agustín, mártires, beatos.
La comunidad cristiana de Corinto, radicada en una de las ciudades más cosmopolitas, dio –mezclados con muchas alegrías– algunos motivos de preocupación; ya en tiempos del apóstol Pablo, que adoctrinó a los primeros, hubo problemas con algunos cristianos que perdían su fuerza por la boca y se mostraron indisciplinados. Años después se repitió la historia de los carismáticos que no aceptaban someterse a la autoridad de los legítimos pastores.
El papa Clemente tuvo que intervenir en esos episodios poco agradables, molestos y preocupantes; era preciso corregir la desunión y evitar el peligro cismático.
Clemente I, obispo de Roma durante diez años, mandó a aquellos fieles una espléndida carta que llevaron Claudio Efebo, Valerio y Fortunato. Está escrita en griego, que era entonces el idioma oficial, y transportaba a Corinto la paternal recomendación de practicar la caridad fraterna. No figura en el escrito el nombre de su autor, pero el análisis interno induce a pensar casi con certeza que el autor, al ser obispo y de Roma, debe ser el papa Clemente, el cuarto papa, tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Cleto, por eso se le atribuye con toda probabilidad. De hecho, así lo entendieron Eusebio de Cesarea, que califica la carta como «universalmente admitida, larga y admirable», Orígenes y el resto de los escritores eclesiásticos.
Clemente está incluido en el Canon de la Misa y aparece mencionado en los antiguos calendarios.
Algunas Actas legendarias –con toda probabilidad falsas– lo presentan emparentado con la familia imperial, como si fuera primo de Domiciano, o pariente de aquel Flavio Clemente al que mandó matar el emperador por el crimen de «ateísmo». Otros testimonios aducen su condición de liberto de la casa Flavia; unos afirman que procedía del paganismo, mientras que otros lo presentan con ascendencia judía. Hay quien lo quiere identificar con el homónimo mencionado por el Apóstol Pablo en la carta a los filipenses como colaborador suyo, y hasta afirma alguno más que fue convertido en Roma por la predicación de Pedro.
Sea como fuere, a través del escrito se ve la fina figura de un papa conocedor del Antiguo y Nuevo Testamento y bien experimentado en el espíritu de oración. Habla de forma arrebatada de la fe, origen de la disposición humilde de donde nace la aceptación de la autoridad; expone –con la seguridad que dan las disposiciones divinas y no las componendas humanas– la existencia de la autoridad jerárquica proveniente de la voluntad fundacional de Cristo, y llama a la comunidad universal de los creyentes «cuerpo de Cristo» y «rebaño»; no falta el recurso a la «tradición recibida» para llegar a la concordia de la fe y recuperar la paz.
Es admirable descubrir con nitidez la conciencia de su autoridad y de su obligación universal al intervenir en uno de los primeros conflictos, en virtud de su suprema autoridad. Con tono dignísimo y de gran solicitud paternal, Roma ordenó y fue obedecida.
La carta se considera tan autorizada por los destinatarios que, sesenta años más tarde, aún se leía a los fieles, en la asamblea dominical, según consta por testimonio de Dionisio de Corinto.
Párrafos de la carta de Clemente dan a entender que se escribió al finalizar una de las persecuciones, probablemente la de Domiciano, emperador al que el poder lo cambió inesperadamente de pacífico a cruel.
Clemente murió mártir al final del siglo I.
En torno a su muerte tampoco falta el relato imaginativo de las actas tardías (s. iv) configuradas con una frondosa literatura que intenta realzar la figura del santo. Suponen que el emperador Trajano le desterró al Quersoneso, en Crimea, condenándole a trabajos forzados en una cantera, por negarse a dar culto a los ídolos. La leyenda referirá abundancia de hechos prodigiosos como el haber sido arrojado al agua en el mar Negro con un ancla atada a su cuello; pero un ángel enviado por Dios hizo en el fondo del mar un magnífico sepulcro de mármol; cada aniversario de su muerte podían los fieles visitarlo a pie seco, y, cuando una madre olvidó en una ocasión allí a su hijo, lo encontró al año siguiente vivo.
El ancla que está presente en su iconografía más bien nos sugiere la firmeza de la fe y la seguridad de la unidad de las que fue Clemente eminente campeón con su enérgica defensa al mantener el principio de la autoridad primacial de la sede romana; así entendió siempre la Iglesia el servicio del papa.
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