Solo Lucas está conmigo. Eso nos ha dicho san Pablo en la primera lectura de hoy. Podríamos recordarle el refrán castellano, “más vale solo que mal acompañado” pero, en el caso de los discípulos de Jesús, este refrán no es válido. Él nunca nos quiere enviar solos, de hecho, en el evangelio de hoy escuchamos que Jesús envió por delante Él a sus setenta y dos discípulos “de dos en dos”.
No se trata solo de una cuestión logística o estratégica: para que se ayuden, para que se cuiden, para que se protejan. La cosa va más allá. Se trata de que el amor se vea. Ciertamente, puesto que el principal contenido de la buena nueva de Jesús consiste en la llegada del Reino de Dios, lo más importante es que este acontecimiento se pueda ver, oír y tocar en la vida concreta de los hombres. Porque el Reino de Dios es reino de justicia y paz, reino de caridad y verdad, es necesario que los hombres puedan reconocerlo en lo concreto de su día a día.
Por eso probablemente a San Pablo le bastara con la compañía de san Lucas, aunque él se lamentase de su circunstancia. Jesús envía los suyos con unas condiciones que podemos calificar de precarias: numéricamente siempre escasos, materialmente siempre pobres, defensivamente siempre desarmados, etc. Pareciera que se trata de mostrar siempre que la sabiduría y la fuerza del apóstol vienen solo y toda de Jesús, el que lo envía.
Lo único que necesita el apóstol para hacer presente a Jesús es tenerlo dentro, llevarlo en su corazón, en su mente y en sus labios. No tener nada más que mostrar a los demás. Y por encima de todo, el amor que es el signo más elocuente de su presencia. De tal manera que cuando los creyentes viven esta caridad, en cierta manera obligan a aquellos que los contemplan a preguntarse sorprendidos: ¿Quiénes son estos y por qué obran así? Ese es el mejor modo de evangelizar, suscitar esta cuestión. Pregunta que obviamente tiene como única respuesta “somos de Jesus y Jesús es nuestro todo”.
La advertencia de Jesús sobre la magnitud de la tarea, “la mies es mucha”, y la escasez de los medios, “y los obreros son pocos”, desemboca en la exhortación a la oración: “pedid al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Está invitación que hace Jesus no puede caer en saco roto. No podemos ser sordos a su llamada que nos pide que recemos a nuestro Padre del cielo para que él provea los ministros necesarios a su Iglesia para que pueda llevar a cabo su misión en el mundo. Pero no vale pensar solo en los demás cuando pedimos. También nosotros podemos ser esos escogidos para la misión. En este mes de octubre, mes misionero por excelencia, debemos ofrecernos al Señor para que Él nos envíe si es que quiere contar con nosotros.
De hecho, hoy escuchamos también otra exhortación muy poderosa: “Poneos en camino”. Da la impresión de que este mandato nunca pierde vigencia en la iglesia, sea la época que sea, porque una tentación constante para los cristianos es el inmovilismo y el quedarnos cómodamente instalados en lo conocido sin superar nuestras miedos. La tentación de no avanzar por temor a lo desconocido o a ser rechazados en nuestro mundo.
Pero Jesús que salía a los caminos, se encontraba con la gente en lugares despoblados; Jesús que no reunía el encuentro con los desconocidos, incluso con los extranjeros o con los malditos de su tiempo; Él mismo nos pide hoy a nosotros que vayamos a todos los lugares a donde Él quiere ir más tarde detrás de nosotros.
Solo falta saber quién es el que Dios quiere que llevemos a nuestro lado. Hoy nos preguntamos quién es el Lucas que Él manda y coloca a nuestro lado.
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