Los sacerdotes Bohdan Geleta e Ivan Levytsky –que sirvió en Barcelona y Tarragona de 2008 a 2012–, fueron retenidos en la localidad de Berdiansk y estuvieron un año y medio en cautiverio por parte de los rusos. El 28 de junio pasado, los grecocatólicos ucranianos fueron liberados. Zhyve Television entrevistó recientemente a Bohdan Geleta, que contó más detalles de esta dura experiencia.
«Cuando estalló la guerra a gran escala fue un gran shock. En Berdiansk, sentíamos que se avecinaban cambios y no sabíamos lo que nos esperaba. Aquellos primeros nueve meses de ocupación no nos afectaban todavía. Celebrábamos la liturgia, rezábamos y teníamos reuniones con la gente. Aunque, por alguna razón, la idea de que nos llevarían a la mañana siguiente no nos abandonaba«, relata Geleta.
El momento de la detención
«Muchas veces veía un coche con la simbólica letra ‘Z’ (de las tropas rusas) dando vueltas alrededor de la iglesia. Era una señal de que se acordaban de nosotros, aunque no nos tocaran«, añade el sacerdote.
«Al empezar la guerra, como en las películas de ciencia ficción, cuando ocurre una catástrofe, no había gente, solo viento y hojas tiradas en las calles. Caminábamos por el centro de la ciudad con el padre Iván y no había nadie. Todas las tiendas estaban cerradas, toda la gente estaba asustada, todos tenían miedo. Una semana después, empezaron a llegar refugiados, que viajaban desde Mariupol a través de Berdiansk», relata.
Sobre el día de su detención, Geleta lo recuerda muy bien. «Ese día tuve un funeral, estaba en el cementerio y cuando regresé comencé a preparar la liturgia. Justo cuando terminé, entraron en la iglesia dos personas enmascaradas. Creo que eran militares. Llevaban armas y se acercaron y me dijeron en ruso: ‘Ven con nosotros’. Les pregunté en ucraniano que qué querían, que por qué habían entrado en la iglesia vestidos así».
«Me dijeron que no entendían el ucraniano. Me puse a hablar ruso. Luego me cambié de ropa, me quité los ornamentos y fui con ellos al centro de detención preventiva de Berdiansk. Allí levantaron un acta de que el padre Iván y yo habíamos violado algunas reglas. Teníamos que haber pedido permiso a las autoridades para rezar en la ciudad. Pero hacía nueve meses que lo hacíamos y no nos habían detenido hasta ese momento», relata.
Ivan Levytskyi y Bohdan Geleta, los dos sacerdotes católicos retenidos en Berdiansk.
Al padre Iván lo detuvieron antes. «Después aparecieron unas personas vestidas de negro y me pusieron en la celda número tres, con el padre Iván. Había 8 personas en una celda que era para dos. Dormíamos en el suelo porque no había más espacio, la celda estaba húmeda, el agua corría por las paredes. Por esa celda pasó mucha gente durante esos cuatro meses. Algunos se quedaban un mes, otros una semana, otros cuatro meses», recuerda bien.
Aprenderse el himno ruso
«Se oían gritos desde nuestra celda en los pasillos, había una celda donde torturaban a la gente, era horrible. Cuando llegué a la celda por primera vez, vi a un tipo de pie, mirando hacia un punto fijo. Se quedó allí toda la noche, no se durmió. Pensé que debía haber sido electrocutado tan fuerte que no podía hacer nada más. Así fue. Le dijeron que si no se aprendía el himno ruso, lo matarían por la mañana. Así que se aprendió el himno en estado de shock. No podía dormir. Se aprendió el himno, pero no lo tocaron, o se olvidaron de él o fue simplemente una presión psicológica», añade.
Luego los interrogaron a los dos sacerdotes, y ellos hablaron con sinceridad. «Nos hicieron preguntas ante la cámara, les explicamos, les dijimos quiénes éramos, de dónde veníamos, de qué tipo de monasterios éramos, les contamos un poco la historia (…). Y se olvidaron de nosotros durante cuatro meses, después de cuatro meses me citaron y me dijeron que se habían encontrado armas en nuestra iglesia y que me juzgarían y condenarían a 25 años de prisión. Pregunté dónde se habían encontrado las armas, pero no me lo dijeron», explica.
Tras cuatro meses fueron a parar a otra prisión, a la colonia 77 en Berdiansk. «Estuvimos allí durante unos cinco meses. Me trasladaron a un lugar de aislamiento, donde pusieron un altavoz con música. Sonaban canciones soviéticas a todo volumen todo el día. Me di cuenta de cómo una persona se vuelve loca, comprendí por qué la gente se suicida. Comprendí lo que es el suicidio. Y, por supuesto, el Señor Dios ayuda y da fuerza a través de la oración. Dios, Jesucristo, María y los ángeles, estaban todos presentes. La oración era salvación. Y como decía, sentí la oración de la Iglesia», relata.
Cuando terminó ese tiempo, los llevaron en un coche, con los ojos vendados, esposados, y con sacos sobre las cabezas. «No sabíamos a dónde nos llevaban, pero estuvimos en un sótano durante tres días, en un punto de transferencia. Desde ese sótano, cinco de nosotros y algunos soldados fuimos trasladados a la colonia de Horlovka. Allí estuvimos con prisioneros de guerra durante diez meses (…). Me hacían daño casi todos los días. El ingreso era terrible, muy cruel. Al padre Iván lo golpearon tan brutalmente que perdió el conocimiento dos veces. Teníamos el pelo y la barba tan largas. Nos afeitaron y nos golpearon brutalmente. Nos dieron uniformes, ya éramos prisioneros de guerra, éramos como todos los demás», cuenta.
Y, entonces, empezó la vida cotidiana como prisioneros de guerra. «Allí se sufren muchos abusos. Vivían unas doscientas personas y tuvimos la oportunidad de conocer a mucha gente. Nos contaron muchas cosas y buscaban ayuda espiritual (…). Muchos de los chicos eran jóvenes. Me sorprendió que tuvieran entre 21 y 22 años y que llevaran dos años en prisión. Los que lucharon durante una semana, las primeras semanas de la guerra, fueron hechos prisioneros y llevan allí tres años», recuerda Geleta.
Y, en esos momentos, la fe era lo único que les mantenía con fuerza. «Simplemente me acordaba de Jesucristo, de su cruz, de su sufrimiento, se derramó tanta fuerza y gracia, que yo decía: ‘Señor, puedo compadecerme de Ti’. Y cuando me llevaban a algún lugar, ya me estaba preparando internamente, orando y pidiéndole a Dios que me diera fuerza», cuenta.
«La única información que teníamos de fuera era la que nos contaban nuestros enemigos: que Ucrania había desaparecido, que Zaporizhia estaba ocupada, que Járkov había caído. Y pronto dijeron que llegarían a Kiev y a las fronteras de Polonia. Esa era la información que teníamos. Y la creímos, algunos de nosotros lo hicimos (…). Todos los días oíamos cañonazos, explosiones, disparos. Todos los días, durante nueve meses, nuestra gente disparaba y ellos respondían, y los proyectiles volaban por todo el campamento. Si hay cañonazos, significa que la batalla continúa, así que no hay movimiento», explica.
«Todos sabían que nosotros éramos sacerdotes, pero nadie nos ofreció celebrar la liturgia. No podíamos tener ninguna conversación con nadie, ninguna reunión con gente a nuestro alrededor. Estábamos muy asustados. Pero, después, solíamos reunirnos 10 minutos por la mañana y por la noche. Teníamos una Biblia en ruso, leíamos un pasaje de la Biblia, yo decía algunas palabras en ucraniano y luego les sugería que oráramos por todos aquellos que tenían algún problema. No era mucho tiempo, cinco minutos como máximo, pero suficiente para, espiritualmente, ganar energía y seguir viviendo. Nadie nos hizo caso hasta el último día. Los guardias ni siquiera entraron a vernos», comenta.
«Tengo diabetes y me dijeron que si me inyectaba insulina por completo no sobreviviría, y nunca la utilicé. Eso probablemente me salvó. Lo mismo me pasó con el ayuno y la oración. El ayuno en esas condiciones sigue siendo ayuno, pero cuando una persona lo relaciona con el sacrificio de Dios, se convierte en algo más que un simple ayuno. No puedo decir que allí nos muriéramos de hambre, pero con esta forma de alimentación, una persona no puede comportarse con normalidad, física y psicológica«.
«Comíamos tres veces al día, 200 personas entraban corriendo al comedor, con las manos a la espalda, la cabeza agachada, y las fuerzas especiales los golpeaban. Corrías al comedor, te sentabas a la mesa y, cuando se daba la orden, comías, se acercaban y te electrocutaban (…). Me preguntaba cómo aguantaban estas personas, estos soldados, sin Dios, sin rezar. Me preguntaba de dónde sacaban la fuerza. Y llegué a la conclusión de que una persona siempre cree en algo, siempre tiene esperanzas. Algunos tenían esperanzas en sus seres queridos, otros en el odio».
«Y, luego, estaban los ejercicios físicos, sentadillas, 700-1000 veces, saltos y otras cosas. Podría haber habido otros métodos, pero esto es lo que hicieron (…). Había trabajo, pero no se llamaba trabajo, era solo para pasar el tiempo y que el tiempo se fuera a alguna parte. Cavabas un hoyo, lo tapabas, arrancabas la hierba, ya sabes, había que arrancar la hierba, en lugar de una segadora nos usaban a nosotros (…). Tenía miedo de ser castigado físicamente, pero sentía que ellos también tenían miedo. Cuando a una persona la golpean, el que te golpea espera algún tipo de reacción, y mi reacción era tranquila. Y tal vez este comportamiento los detuvo de alguna manera».
Y llegó la liberación
«Se decía que nos liberarían para las fiestas importantes. Para el padre Iván y para mí, la señal clave apareció cuando llegó alguien de Moscú. He olvidado el nombre. Era alguien importante, un defensor del pueblo involucrado en los asuntos de los presos. Recuerdo la fecha, el 3 de mayo, y fue una señal de que algo estaba sucediendo. Fue una señal específica. Después de eso, sentimos que las cosas estaban avanzando y sabíamos que se estaba haciendo algo».
«La liberación en sí fue muy extraña. No sabíamos que se trataba de una liberación. Iván y yo pensábamos que nos iban a trasladar a Rusia, a algún lugar remoto de Siberia (…). El día 21 nos reunieron al padre Iván, a otros tres militares y a mí, nos metieron en un vehículo equipado para prisioneros de guerra y criminales. Nos llevaron a un punto determinado, nos vendaron los ojos, nos esposaron y nos metieron en un avión. Volamos con otros prisioneros, eran muchos, hasta 100 ucranianos. Volamos durante tres horas en una dirección determinada, nos descargaron y luego nos separaron del grupo principal. Nos llevaron a una especie de prisión, nos encerraron en una celda y esperamos allí con los ojos vendados durante mucho tiempo, casi hasta la mañana siguiente».
«Luego nos metieron en otro avión y, por las conversaciones que mantuvimos, nos dimos cuenta de que se trataba de militares rusos. Volamos de nuevo durante tres horas y aterrizamos en Moscú. Llegó un coche con dos agentes y nos quitaron las vendas y las esposas, lo cual fue sorprendente. Nos metieron en su coche, nos llevaron por Moscú durante una hora y media y luego nos entregaron a otras personas en un autobús. Los agentes que iban en el autobús nos esposaron, nos vendaron los ojos de nuevo y nos transportaron a otra prisión».
«Dos días después, nos volvieron a encadenar, nos vendaron los ojos y nos transportaron durante varias horas, tal vez tres o cuatro. Nos llevaron a la frontera con Bielorrusia, nos subieron a un avión y volamos en un helicóptero ruso durante tres horas. Cuando finalmente llegamos, nos dimos cuenta de que se trataba de un intercambio. Sólo en ese momento, el padre Iván y yo comprendimos lo que estaba sucediendo. Éramos diez y pasamos a territorio bielorruso y luego a territorio ucraniano, donde se produjo el intercambio».
Puedes escuchar el testimonio del padre Geleta en este vídeo.
Una experiencia, la de estos dos sacerdotes, que será difícil de olvidar. «Incluso ahora siento que una parte de mí sigue ahí con ellos. Estoy ahí, una parte de mí está ahí, y probablemente durará mucho tiempo, quizá hasta el final. Creo que quieren algún tipo de apoyo, quieren oraciones, quieren sentir que no se han olvidado de ellos. Aunque mucha gente de allí dice que no cree en Dios, son buenas personas, sinceras y amables, aunque no se den cuenta. Pero aun así, piden: ‘reza por mí'», concluye.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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