Marco Aurelio abrió los ojos y miró a su alrededor. No estaba en Roma, ni en el limes danubiano, ni en los campos de batalla contra los germanos. Se encontraba en un mundo donde la dignidad de la piedra había sido sustituida por el reluciente vacío del cristal y el metal. Un mundo donde los muros no se construían para sostener la civilización, sino para reflejar su imagen deformada.
En ese momento, su mirada cayó sobre un objeto que le resultó familiar: un libro. Más aún, era su propio libro. Sus Meditaciones, escritas sin intención de ser publicadas, estaban ahora en manos de un hombre moderno, que lo hojeaba con la displicencia de un catador ante un vino que no ha sido embotellado ayer.
—Interesante —dijo el hombre, con una sonrisa que no ocultaba su condescendencia—. Pero es un poco… anticuado.
—¿En qué sentido? —preguntó el emperador con serenidad.
—Bueno, toda esta insistencia en la disciplina, en el autodominio, en la gratitud… Son valores obsoletos. Hoy sabemos que cada uno debe expresarse libremente, sin restricciones ni imposiciones externas.
Marco Aurelio asintió lentamente, como quien escucha a un bárbaro explicar por qué es mejor quemar una ciudad que gobernarla.
—Así que habéis descubierto que la libertad consiste en hacer lo que se quiere.
—Por supuesto —respondió el hombre con aire de autosuficiencia—. Es la base de nuestro tiempo.
—¿Y habéis descubierto también que la justicia consiste en obedecer a quien grita más fuerte?
El hombre frunció el ceño.
—No es eso…
—Entonces, ¿qué habéis descubierto exactamente?
—Que la felicidad no puede depender de restricciones artificiales. Que las normas del pasado no tienen por qué regirnos hoy. Que cada generación debe reinventarse a sí misma.
El emperador se tomó un momento para considerar esta afirmación. Miró a su alrededor y observó a la multitud que pasaba por la calle, apresurada y abstraída, incapaz de ver más allá de sus propios reflejos en las pantallas que llevaban en las manos.
—Habéis cambiado muchas cosas —dijo finalmente—, pero no habéis descubierto nada nuevo. Mis antepasados creían que la virtud se transmitía de generación en generación, como un fuego que se cuida y se aviva. Vosotros, en cambio, creéis que cada generación debe prender su propia hoguera y arrojar en ella todo lo anterior.
—El progreso exige romper con el pasado.
—Entonces habéis convertido la historia en un constante empezar de nuevo, sin aprender jamás. Habéis cambiado la sabiduría de los ancianos por la opinión de la multitud, la razón por la emoción, la virtud por el deseo.
El hombre cruzó los brazos.
—No necesitamos lecciones del pasado.
Marco Aurelio sonrió con una leve melancolía.
—Eso mismo dijeron los bárbaros antes de que Roma cayera.
OMO
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