26/01/2025

EL ESPEJO DE CLARA

En el rincón más olvidado de un mundo que no sabe mirar lo pequeño, habitaba una mujer a quien llamaban Clara. Su nombre significaba luz, y luz era lo que parecía ella portarse en su humilde caminar por los días de su existencia. No había gestos heroicos en ella, ni discursos elocuentes que se alzaran sobre las multitudes. Su heroísmo, invisible a ojos humanos, se escondía en la sencillez de sus manos gastadas por el trabajo, en sus rodillas marcadas por la oración y en su corazón habitado por un fuego que nunca se extinguía.

Era una de esas almas que comprenden que la grandeza no se mide por las alturas del ruido, sino por las profundidades del silencio. Su vida, tejida con el hilo del sacrificio cotidiano, parecía ser un misterio que sólo los ojos del cielo podían descifrar.

El enigma de Clara

Un día, llegó al pueblo un joven seminarista. Lleno de sueños y vigor, aspiraba a las glorias de la vida consagrada, a las empresas que estremecen al mundo. Observaba a Clara, curiosa, intentando descifrar el secreto de su paz. ¿Qué tenía esa anciana que barría el atrio de la iglesia con el mismo fervor con el que otras naciones conquistadoras? ¿Qué encontraba en la monotonía de su rutina que parecía transformarla en algo eterno?

Con el ímpetu de la juventud, se acercó a ella una tarde y le preguntó:

“¿Cómo puedes usted, madre, dedicar su vida a cosas tan pequeñas? ¿No deseas hacer algo más grande, algo que deje huella en el mundo?”

Clara alzó la vista, y en sus ojos se encendió una chispa que parecía venir de otro mundo. Sonrió con ternura y, sin responder directamente, le dijo:

“Ven mañana al amanecer, hijo, y te mostraré lo que mi vida ha llegado a ser”.

El Espejo: Símbolo del Alma

Al día siguiente, cuando el sol apenas despertaba y las sombras aún jugaban con la luz, Clara esperaba al joven en la capilla. Entre sus manos llevaba un espejo antiguo, gastado por el tiempo. Sin pronunciar palabra, caminó hasta el altar y lo colocó en el suelo, justo debajo del crucifijo que dominaba el pequeño templo.

“¿Qué es esto?”, preguntó el joven, extrañado.

Clara lo invita a acercarse. “Mira este espejo cuando lo sostengo frente a mí. ¿Qué ves?”

El seminarista lo tomó en sus manos y vio su propio rostro reflejado, un rostro joven, lleno de ambiciones y deseos.

“Ahora, observa lo que ocurre cuando el espejo se coloca en el suelo”. Clara inclinó el espejo hasta que reflejara el cielo que se colaba por las ventanas. “Dime, ¿qué ves ahora?”

El joven, confundido, murmuró: “Veo el cielo. Veo la cruz. Ya no me veo a mí”.

Clara, con la paciencia de quien ha aprendido del silencio, respondió:

“Así es mi vida, hijo. Cuando busco mirarme a mí misma, sólo veo mis límites, mi cansancio, mis arrugas. Pero cuando me ofrezco a Dios como este espejo en el suelo, mi vida deja de ser mía. Refleja el cielo. Cada pequeña acción que hago, cada sacrificio que entrego, se convierte en algo eterno porque ya no es mío, sino suyo.

OMO

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