Hemeroteca Laus DEo12/04/2022 @ 00:50
La comitiva entró en una calle larga que torcía un poco a la izquierda y que estaba cortada por otras calles que la cruzaban. Muchas personas bien vestidas se dirigían al Templo; algunas no querían ver a Jesús por el temor farisaico de contaminarse; otras, por el contrario, mostraban piedad por sus sufrimientos.
La procesión había avanzado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de majestuoso aspecto que llevaba de la mano a una niña, salió de una hermosa casa situada a la izquierda y se puso a caminar delante de la comitiva.
Era Serafia, mujer de Sirach, miembro del Consejo del Templo, a quien desde ese día se conoce como Verónica (de «vera» e «icon», «verdadero retrato»).
Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor para refrescarlo en su doloroso camino al Calvario.
Cuando la vi por primera vez iba envuelta en un largo velo y llevaba de la mano a una niña de nueve años que había adoptado; del otro brazo, llevaba colgando un lienzo, bajo el que la niña escondió una jarrita de vino al ver acercarse la comitiva.
Los que iban delante quisieron apartarla, mas la mujer se abrió paso a través de la multitud de soldados y esbirros, y llegó hasta Jesús, se arrodilló a su lado y le ofreció el lienzo, diciéndole: «Permite que limpie la Cara de mi Señor».
Jesús cogió el paño con su mano izquierda, enjugó con él Su Cara ensangrentada y se lo devolvió, dándole las gracias.
Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su capa y se levantó.
La niña tendió tímidamente la jarrita de vino hacia Jesús, pero los soldados no permitieron que bebiera. Lo inesperado del valiente gesto de Verónica había sorprendido a los guardias, y provocado una momentánea e involuntaria detención, que Verónica aprovechó para ofrecer el lienzo a su Divino Señor.
Los fariseos y los alguaciles, irritados por esta parada y, sobre todo, por este testimonio público de veneración que se había rendido a Jesús, pegaron y maltrataron a Nuestro Señor, mientras Verónica entraba corriendo en su casa.
En cuanto estuvo dentro, extendió el lienzo sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado, llorando.
Una amiga que fue a visitarla la halló así, junto al lienzo extendido, y vio que la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada en él en todos sus detalles.
Se quedó atónita, hizo volver en sí a Verónica y le mostró el lienzo, delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: «Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de Sí mismo».
Este paño era de tela fina, tres veces más largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre llevar un lienzo semejante al socorrer a los afligidos y a los enfermos, y limpiarles la cara con él en señal de dolor o de compasión.
Verónica guardó siempre el lienzo en la cabecera de su cama.
Después de su muerte fue para la Santísima Virgen, y luego para la Iglesia, por medio de los Apóstoles.
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