29/01/2025

El Papa declara venerables a un ex militar ermitaño, a una laica italiana y a una general Brígida

El Papa aprobó este lunes 27 de enero las virtudes heroicas de Maria Riccarda Beauchamp Hambrough, abadesa general del la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brigida; del Siervo de Dios Quintino Sicuro, sacerdote diocesano y eremita; y de la laica Luigia Sinapi.

Madre María Riccarda, sucesora de la Beata Isabel

Nacida en Londres (Reino Unido) el 10 de septiembre de 1887, Madre María realizó sus estudios en el colegio de las Hermanas del Sagrado Corazón en Inglaterra, donde hacía también cursos de canto y de música. En 1914 viajó a Roma, donde se quedaría  definitivamente al lado de la Beata Isabel, de la que fue fiel discípula y compañera.

Desde 1931 hasta 1966, la Sierva de Dios se convirtió, junto a Isabel, en la auténtica protagonista de la vida y de la expansión de la nueva familia brigidina. Madre Ricarda asistió a la muerte de la Beata Isabel, y un año después, el 3 de mayo de 1958, fue elegida primera Abadesa General después de la Fundadora, cargo que ocupó hasta 1964.

Murió con fama de santidad el 26 de junio de 1966. Mujer de oración y de conducta amable, aceptó el sufrimiento y el dolor, dirigió la orden en un tiempo difícil, distinguiéndose como una buena maestra en el noviciado y superiora atenta. Como Madre General supo integrar la renovación del Concilio Vaticano II, que se concluía justamente el año antes de su muerte.

Quintino Sicuro, sacerdote y ermitaño

La historia de este Siervo de Dios no es una historia común. Quintino Sicuro abandonó la chaqueta gris de la Guardia di Finanza –un cuerpo militar italiano dedicado a los delitos económicos- para asumir el papel de sacerdote ermitaño.

Su historia comienza en un pueblo de Salento, Melissano, en la provincia de Lecce (Italia). Allí nació el 29 de mayo de 1920, el quinto de cinco hijos, en una familia de agricultores. A los 12 años expresó el deseo de ser fraile, pero no pudo aprobar el examen de ingreso; entonces decidió asistir al Instituto Técnico Industrial de Gallipoli.

En 1939 se incorporó a la Guardia di Finanza. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, participó en las operaciones de guerra en el frente greco-albanés, salvándose milagrosamente de la masacre de Cefalonia. Posteriormente participó como partisano en la guerra y fue capturado por los fascistas, aunque logró escapar de la prisión de manera audaz y, disfrazado de sacerdote, llegó en bicicleta al ya liberado sur de Italia.

Después de la guerra, Quintino reanudó su servicio en la Guardia di Finanza. Le gustaba vestir bien y estar siempre a la moda, incluso dejándose llevar por algunas aventuras sentimentales. Hasta que conoció a Silvia, una joven profesora, con quien se comprometió. Pero había una inquietud en el fondo de su corazón que nunca lo abandonó.

Poco a poco, comprendió que su camino era otro y, a los 27 años, dejó la Guardia di Finanza para ingresar en el convento de los Frailes Menores de Ascoli Piceno. En otoño del 49 llegó a la ermita de San Francisco, cerca de Montegallo. Se sintió llamado a estar a solas con Dios, a la más completa soledad, que sólo la vida ermitaña le podía proporcionar.

Desde Montegallo, cuatro años más tarde, se dirigió hacia el monte Fumaiolo, tomando la custodia de la ermita de San Alberico. Quintino estuvo íntimamente ligado a este lugar, que reconstruyó y consagró con su ejemplo, su apostolado silencioso, sus duras penitencias y su extraordinaria caridad. Llegó allí en el 54, cuando la ermita era sólo una ruina abandonada: en pocos años la puso de nuevo en pie, piedra a piedra.

Quintino Sicuro en su época de Guardia di Finanza.

Ya anciano, se comprometió a estudiar hasta el cansancio y, el 30 de noviembre de 1959, fue ordenado sacerdote. Para la ocasión quiso ir a Lourdes a agradecer a la Virgen, haciendo todo el recorrido a pie. De este modo se realizó su original y dual vocación: sacerdote y ermitaño. Muchos, sobre todo jóvenes, subían a su ermita para hablar con él, confesarse y recibir consejos.

Don Quintino descansa en un sarcófago de arenisca, que él mismo excavó en la roca, justo en las afueras de la ermita donde vivía, en Monte Fumaiolo.

La laica italiana Luigia Sinapi

Luigina vivió «como un grano de mostaza en una grieta de Roma», según le dijo Jesús cuando se le apareció por primera vez, el 15 de agosto de 1933. Esta mística, nacida en Itri en 1916 y fallecida en Roma en 1978, desde pequeña soñaba con dedicar su vida a Cristo, tanto es así que a los 16 años ingresó en el Instituto de las Hijas de San Pablo.

Obligada a dejarlo por problemas de salud. Esto no la disuadió de su intención de dedicarse a los demás. Fue una laica que se ofreció como víctima por la Iglesia. De hecho, el sacrificio de Luigina fue entregar sus sufrimientos al «corazón inmaculado de la Madre María» por el bien del Papa y de todos los sacerdotes.  

Luigina reservaba la misma dulzura para quienes iban a visitarla a su casa del número 51 de via Urbino, en Roma. Una casa que se convirtió en cenáculo, con una capilla privada en la que pasaba horas y horas en adoración ante el Santísimo Sacramento. A todos los que acudían a ella sabía infundirles consuelo, valentía y amor a la Iglesia.

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»