Si alguien hubiera preguntado en el pueblo de San Eustasio quién era Sebastián, las respuestas habrían sido variadas y contradictorias. Para algunos, era un excéntrico, el último rezagado de una época que la modernidad había dejado atrás como una diligencia polvorienta en plena autopista. Para otros, era un sabio, el último ser humano cuerdo en una aldea entregada a la demencia colectiva. Para los niños, era simplemente el abuelo de Magdalena, lo cual era de por sí una credencial de nobleza. Pero lo que nadie negaba —ni siquiera los más convencidos de la Ilustración Iluminada de Última Generación— era que Sebastián era un hombre peligroso.
No porque portara armas ni liderara revueltas. No porque tuviera en su casa libros prohibidos o hubiera incendiado algún símbolo de progreso certificado por la ONU. No. Sebastián era peligroso porque creía en la Verdad. Y no sólo creía en ella, sino que la defendía con la peor de las armas: el sentido común.
I. El Héroe y el Mito del Progreso
San Eustasio no siempre había sido una cárcel de pantallas luminosas y pensamientos oscuros. Hubo un tiempo en que los niños corrían por las calles sin temor a ser atropellados por un auto sin conductor y sin dueño. Hubo un tiempo en que los hombres se quitaban el sombrero ante una dama y los jóvenes aspiraban a ser caballeros en lugar de influencers. Pero ahora la única reverencia que se hacía era ante el Estado, y la única vocación noble era la de obedecer sin preguntar.
Sebastián recordaba. Y eso era imperdonable.
Veía cómo la gente se entregaba, con el fervor de una procesión pagana, a las últimas novedades en pensamiento obligatorio. Veía cómo en los templos del consumo se anunciaban verdades en oferta, con un 20% de descuento si las comprabas antes del fin de la semana. Veía cómo los intelectuales hablaban sin cesar de la libertad mientras prohibían toda forma de disentir. Y sobre todo, veía cómo el mundo que una vez creyó en santos y mártires ahora creía en máquinas y estadísticas.
Y mientras todos celebraban los avances de la humanidad con la euforia con que un hombre enloquecido celebraría haber cortado la cuerda que lo mantenía suspendido en el abismo, Sebastián se mantenía en pie, con su chaleco gastado y su mirada imperturbable, como un caballero que se ha quedado a defender un castillo en ruinas porque sabe que dentro de esas ruinas está la única bandera que aún vale la pena salvar.
II. Magdalena y la Última Resistencia
Magdalena, su nieta, tenía algo en ella que la hacía diferente de los otros niños. Quizás era la manera en que escuchaba las historias de su abuelo sin el escepticismo impaciente de los modernos. O quizás era la manera en que miraba las estrellas como si supiera que alguien las había encendido a propósito.
Una tarde, Magdalena regresó de la escuela con el ceño fruncido.
—Abuelo, ¿es cierto que la familia es una construcción social?
—Por supuesto —respondió Sebastián, inclinándose para encender su pipa—. Como el sol. O el mar. O el amor. Todo es una construcción, si tienes la paciencia de negarlo el tiempo suficiente.
Magdalena frunció aún más el ceño.
—Pero dicen que la familia tradicional ya no es necesaria.
Sebastián rió con ganas.
—Ah, claro. Como tampoco son necesarias las raíces para los árboles. Y si eres un progresista moderno, tampoco es necesario el suelo.
—Dicen que podemos inventar nuevas formas de familia…
—Por supuesto —dijo el anciano, entusiasmado—. Yo mismo tengo en mente una magnífica innovación: una familia donde un hombre se case con una mujer, tengan hijos y vivan juntos, queriéndose, hasta la muerte.
Magdalena se tapó la boca para reír.
—Abuelo, ¡eso es lo de siempre!
—Exactamente. Y por eso funciona.
III. La Inspección del Estado
No pasó mucho tiempo antes de que alguien denunciara a Sebastián por “adoctrinamiento nocivo”. Una mañana, mientras preparaba café en una cafetera que probablemente tenía más historia que la mitad de los edificios del pueblo, llamaron a la puerta.
Era un hombre de traje impecable, con el tipo de expresión que sólo puede tener alguien que ha sido completamente vaciado de alma y rellenado con políticas gubernamentales.
—Señor Sebastián —dijo con una sonrisa que parecía impresa en su rostro—, venimos a hablar sobre el bienestar de su nieta.
—¿Tiene algún problema de salud? —preguntó Sebastián, sirviendo café con una calma insultante.
—No, no. Pero hemos recibido informes de que usted le está enseñando… valores anticuados.
—Por supuesto —asintió Sebastián—. También le enseño matemáticas.
El inspector lo miró, desconcertado.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Oh, es muy simple —respondió Sebastián—. Si dejo que aprenda matemáticas modernas, pronto pensará que dos más dos son cinco, o seis, o cualquier número que le parezca bien en el momento. Y si dejo que aprenda moral moderna, pronto pensará que la verdad es relativa y que la familia es opcional. Pero resulta que ni los números ni las familias funcionan así.
El inspector se aclaró la garganta.
—Nos preocupa que Magdalena no esté recibiendo una educación basada en la inclusión y la diversidad.
Sebastián asintió gravemente.
—Por supuesto. Nada me parecería más preocupante que la idea de que ella deba pensar exactamente lo mismo que todos los demás.
El inspector comenzó a perder la paciencia.
—Señor Sebastián, la educación moderna se basa en la libertad de pensamiento.
—Maravilloso —dijo Sebastián—. Entonces es libre de pensar como yo.
El inspector se levantó, ofendido.
—Esto no ha terminado.
—Nada de lo que es verdadero termina —respondió Sebastián, encendiendo su pipa.
IV. El Último Hombre en Pie
Sebastián fue arrestado poco después. La acusación era vaga, pero el veredicto era claro: era culpable de existir de manera incorrecta.
Magdalena, sin embargo, no lloró. Sabía lo que su abuelo le había enseñado: que el mundo moderno era una gran broma, y que sólo los verdaderamente libres podían reírse de ella. Sabía que la verdad no muere en las prisiones, y que la historia está repleta de hombres que fueron arrojados a mazmorras por decir cosas que, cincuenta años después, serían inscriptas en mármol.
Y así, mientras la maquinaria del progreso seguía avanzando como un tren sin conductor, Magdalena recogió la antorcha de su abuelo. Y cuando la historia de su abuelo se contaba en susurros entre los que aún creían en cosas tan escandalosas como Dios, la verdad y la belleza, ella sonreía y decía:
—El último hombre en pie nunca está solo.
Y entonces encendía una vela. Porque siempre habrá luz mientras alguien la encienda.
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