Miércoles 9-10-2024, XXVII del Tiempo Ordinario (Lc 11,1-4)
«Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar». Cuando leemos el Evangelio, no podemos caer en la tentación de dar las cosas por supuestas, como si nada nos sorprendiera. Ten cuidado, no vaya a ser que te hayas acostumbrado a la eterna novedad, asombrosa y fascinante, de Dios. Así le gustaba repetir a Benedicto XVI: «Déjate sorprender por Cristo». Déjate atrapar por sus palabras, por sus gestos, por sus acciones, por sus miradas… Todo en el Evangelio es sorprendente, como si lo leyéramos por primera vez. En el fragmento de hoy, Jesús aparece orando en un lugar apartado y silencioso. Un momento… ¿por qué ora nuestro Señor? ¿Acaso no vive en una permanente comunicación e intimidad con el Padre? ¿No es su vida una continua oración? ¿Cómo es que el Hijo necesita tiempos para hablar con su Padre? ¿Por qué, entonces, consagra tiempos y lugares para rezar?
«Señor, enséñanos a orar». Evidentemente, Cristo no necesitaba orar, al menos en el sentido que lo entendemos nosotros. Él y el Padre están totalmente unidos, son uno en un diálogo infinito y eterno. Pero el Hijo de Dios es también hijo del hombre, y por eso quiso rezar para darnos a nosotros ejemplo. Porque tú y yo sí que necesitamos tiempos para Dios, para dedicarnos exclusivamente a estar con Dios, a hablarle, a escucharle, a contemplarle. En nuestra vida tantas veces ajetreada, llena de ruido y en medio de continuas distracciones, necesitamos pararnos y hacer silencio. Desconectar para reconectar con lo esencial de nuestra vida: Dios. Y esto no se puede hacer en cualquier lugar, ni en cualquier momento. Es más, muchas veces no nos sale. Por eso, Jesús ha querido también hacerse modelo de oración para nosotros. Él buscaba tiempos para Dios: un tiempo concreto, constante, fijo… no cuando “me surja” o “esté motivado”. Y buscaba también lugares de silencio, recogimiento y tranquilidad. Porque no se puede rezar de cualquier modo. Hoy podemos hacer nuestra la petición de los apóstoles, y repetirla muchas veces: «Señor, enséñanos a orar». Esto ya es una preciosa oración.
«Cuando oréis, decid: Padre». Jesús no sólo nos enseña dónde y cuándo tenemos que rezar, sino que también nos muestra cómo debemos hacerlo. Toda nuestra oración se resume en esta palabra: “Padre”. Rezar es dirigirse a un Padre; es más, es caer en la cuenta de que estamos ante nuestro Padre, que nos ama con locura. Más allá de pedir cosas, de contar nuestros problemas, de compartir nuestras alegrías, de pedir perdón, de alabar o dar gracias… es acudir como hijos a los brazos de un Padre. Visto así, rezar no es nada complicado, propio de almas escogidas. Como todos sabemos lo que es ser hijos, todos podemos dirigirnos a nuestro Padre. Con palabras de extraordinaria belleza lo describe santa Teresita del Niño Jesús: «Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida hacia el cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra, es algo que me dilata el alma y me une a Jesús».
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