Viernes 23-2-2024, I de Cuaresma (Mt 5,20-26)
«Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos». En nuestro ascenso hacia la montaña santa, la Cuaresma nos viene presentando una serie de escalones en este itinerario: el ayuno, la misericordia, la oración, la penitencia… Hoy, con esa insistencia de Jesús en la «justicia mayor», quizás sea un buen día para subrayar y reflexionar sobre nuestro examen de conciencia. Este es un momento de oración, a solas con Dios, de diálogo y escucha, de acción de gracias y petición de perdón. Es necesario hacerlo antes de cada confesión; y es muy recomendable dedicar a ello unos minutos al final de cada jornada.
«La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (como el publicano: “Oh Dios ten compasión de este pecador”, Lc 18,13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf. 1 Jn 1,7-2,2): entonces “cuanto pidamos lo recibimos de Él” (1 Jn 3,22). Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2631).
«Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar” (Concilio de Trento: DS 1676). […] Conviene preparar la recepción de este sacramento [de la Penitencia] mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las Cartas de los Apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6).» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1451 y 1454).
«Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: Todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado». En la nueva Ley que nos trae Jesús, el Maestro nos enseña que el lugar del pecado y de la gracia no son los actos externos, sino lo íntimo del corazón. Es ahí, en el interior de nuestra conciencia, donde se libra la verdadera batalla entre el bien y el mal, donde se siembra el trigo o la cizaña. Necesitamos entrar en nuestra intimidad, cerrar la puerta de la morada donde habita nuestro Padre celestial. Urge recuperar la interioridad, en medio de una sociedad activista sobre-excitada, sobre-estimulada, sobre-revolucionada.
«Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf. Rm 2,14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf. Rm 1,32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.
» La conciencia “es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (San John Henry Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).
» Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:
» “Retorna a tu conciencia, interrógala. […] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios” (San Agustín, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus 8,9)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1777-1779).
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