26/12/2024

Festividad de nuestra Señora de Guadalupe, Reina de México y Emperatriz de América.

En diciembre de 1531, diez años después de tomada la ciudad de Méjico por Cortés. caminando el indito Juan Diego por el rumbo del Tepeyac—colina que queda al norte de la metrópoli—, oyó que le llamaban dulcemente. Era una hermosísima Señora, que le habló con palabras de excepcional ternura v delicadeza; que le dijo: «Yo soy la siempre virgen Santa María Madre del verdadero Dios, por quien se vive», y le pidió que fuera al obispo (Zumárraga) para contarle cómo ella deseaba que allí se le alzara un templo. El obispo, con muy católica prudencia, le respondió que pidiera a la Señora alguna prueba de su mensaje. Obtúvola Juan Diego: unas rosas y otras flores que en pleno invierno y en la cumbre estéril cortó él por mandato de la Señora y recogió en su tilma o ayate—suerte de capa de tela burda que, atada al cuello, usaban los indios más humildes—; y, al extender ante el obispo Zumárraga la tilma, cayeron las flores y apareció en ella pintada la imagen de la Virgen.

Ese mismo ayate es el que se venera en nuestra basílica de Gaudalupe. Sus dos piezas están unidas verticalmente al centro por una tosca costura: lo menos adecuado y elegible humanamente para pintar una efigie de tan benigna y encantadora suavidad, que por cierto mal puede apreciarse en las múltiples copias que corren por el mundo. Lo mejor es, modernamente, la directa fotografía a colores. Técnicos en ésta y otras novísimas especialidades afines han estudiado con asombro, en nuestros días, la pintura original, como antaño la estudiaron el célebre pintor Miguel Cabrera o el cauteloso investigador Bartalache.

Un contemporáneo de las apariciones, don Antonio Valeriano, indio de noble ascendencia y de relevante categoría intelectual y moral, alumno fundador del colegio franciscano de Tlalateloco hacia 1533, narra el milagro según lo conocemos. Su relato, en lengua náhuatl, desígnase—como las encíclicas—por las palabras con que empieza: Nican Mopohua. El maruscrito autógrafo perteneció a don Fernando de Alba Ixtlixóchitl, pasó luego a poder del sabio Sigüenza y Góngora—quien da memorable testimonio jurado de su autenticidad—y fue reproducido en letra de molde por Lasso de la Vega en 1649, incorporándolo en el volumen náhuatl que conocemos por sus primeras palabras: Huei Tlamahuizoltica. Este volumen fue traducido en su integridad al castellano, en 1926, por don Primo Feliciano Velázquez y publicado a doble página—fotocopia de la edición azteca y versión española—por la Academia Mejicana de Santa María de Guadalupe. Hay nueva edición, de 1953, bajo el título de mi estudio Un radical problema guadalupano, donde se escudriña con rigor la autenticidad del Nican Mopohua, el más antiguo relato escrito de la «antigua, constante y universal» tradición mejicana.

Esta, lejos de obscurecerse o arrumbarse al paso del tiempo, se ha robustecido con los modernos y exigentes estudios críticos, que, sobre todo a partir del cuarto centenario (1931), han desvanecido objeciones y confirmado la historidad de lo que el pueblo mejicano viene proclamando, desde los orígenes hasta hoy, con un plebiscito impresionante.

Porque el caso de nuestra Virgen de Guadalupe es singular. En otros países católicos hay diversas advocaciones de gran devoción—digamos las Vírgenes del Pilar, o de Covadonga, o de Montserrat en España—, pero que tienen mayor o menor ímpetu y arraigo según las zonas geográficas o las inclinaciones personales; mas ninguna de ellas concentra la totalidad de la nación en unidad indivissible, y ninguna de ellas—como tampoco la de Lourdes, en Francia, por ejemplo—viene a ser el símbolo indiscutido de la patria. Y en Méjico así es. A tal punto que hasta un liberal tan notorio como don Ignacio Manuel Altamirano llegó a estampar: «El día en que no se adore a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido no sólo la nacionalidad mejicana, sino hasta el recuerdo de los moradores de la Méjico actual».

Por otra parte, la Iglesia, siempre tan prudente y parsimoniosa en estas cuestiones, así como ha corregido o eliminado ciertas lecciones inspiradas en vetustos relatos píos, pero inseguros, ha obrado al contrario tratándose del caso del Tepeyac; y así, al aproximarse la esplendorosa coronación de nuestra Virgen en 1895, y habiéndose recibido y considerado en Roma los estudios y gestiones del grupito que a la sazón ponía en tela de juicio la historicidad del milagro, fue el sapientísimo León XIII quien concedió para nuestra fiesta del 12 de diciembre nuevo oficio litúrgico, en que se narra el prodigio «tal como nárralo la antigua y constante tradición (uti antiqua et constanti traditione mandatur); y el 12 de octubre de 1945, al celebrarse el cincuentenario de dicha coronación, fue el docto y santo Pío XII quien, hablando por radio, en lengua española, desde el Vaticano para Méjico, afirmó rotundamente el milagro: «en la tilma del pobrecito Juan Diego, pinceles que no eran de acá abajo dejaban pintada una imagen dulcísima», y llamó a nuestra Patrona no sólo «Reina de Méjico», sino, con anchura continental sin restricción, «Emperatriz de América»: de toda América.

Y ahora cabe dilucidar un problema sugeridor: el de la identidad del nombre de la Virgen de Guadalupe de Méjico y de la Virgen de Guadalupe de Extremadura.

A cuenta de ello, y por manera sumamente explicable y natural, muchos españoles y aun escritores distinguidísimos han sufrido larga confusión, entendiendo que se trata, si no de la misma cosa, al menos de una especie de prolongación o trasplante a América de la Virgen extremeña. Y, al encontrar la proliferación del nombre de Guadalupe en documentos, lugares y templos del Nuevo Mundo, han supuesto que todo toma su origen en la advocación peninsular, cuando en la enorme mayoría de los casos lo toma en la devoción mejicana

Y huelga decir que el esclarecer y precisar una distinción de orden rigurosamente histórico no implica, por el más remoto y furtivo de los asomos, la tontería pueblerina y anticatólica de poner como en pugna o emulación dos advocaciones de la mismísima Señora del cielo. Se trata sólo de que los hechos se conozcan y difundan como son.

Por lo demás, y acá de tejas abajo, tan gloriosa puede sentirse la Madre española como la Hija mejicana de aquel portento del Tepeyac, que nos dejó la única imagen en el orbe no pintada por humano pincel. Lo cual arrancó al Pontífice Benedicto XIV aquella memorable aplicación de la palabra de la Escritura: Non fecit taliter omni nationi.

Expongamos sintéticamente el fruto de una dilatada reflexión.

De venerable antigüedad, la imagen extremeña, escondida para salvarla cuando la invasión sarracena, fue encontrada a fines del siglo XIII por el pastor Gil Cordero. Ello dió origen a la fundación de la iglesia y más tarde del estupendo monasterio de Guadalupe. Una intensa devoción halló centro en aquella casa espléndida donde el arte, la ciencia y la caridad resplandecieron. Allá en vísperas de su aventura oceánica, fue Cristóbal Colón, y por la Virgen extremeña puso nombre a la isla de Guadalupe, en las Antillas. Hernán Cortés, cuando volvió a España (antes de 1531), llevó como exvoto al monasterio un alacran de oro, Y como el propio don Hernando y otros conquistadores traían en el alma y en la costumbre aquella devoción, lógico y fácil era que la hubiesen trasplantado a nuestras tierras de América. Y de hecho la trasplantaron.

Explícase así sobradamente que, desde lejos y sin particularísimo estudio del caso del Tepeyac, se haya formado y difundido en España la impresión de que la Virgen de Guadalupe mejicana es la misma Virgen de Guadalupe extremeña, o siquiera su proyección más o menos modificada. Pero no es así.

En Méjico todos sabemos cómo en 1531 la Virgen se mostró varias veces al indito Juan Diego, cómo le hizo cortar unas rosas por seña de su embajada al obispo y cómo al extender el indio su tilma ante Zumárraga, apareció misteriosamente impresa en ella la Señora del Tepeyac.

Esas apariciones y esa tilma prodigiosamente pintada no tienen la más leve relación con la preexistente imagen de Extremadura. Trátase absolutamente de otra cosa. Es un hecho distinto y nuevo, como nuevo y distinto era el hecho del descubrimiento y mestizaje de América.

Así como por su origen y su historia, también por su imagen y su culto son perfecta y radicalmete distintas la Virgen de Extremadura y la Virgen del Tepeyac.

La extremeña es una escultura: lleva al Niño en el brazo izquierdo y representa la maternidad de María; la tepeyacense es una pintura: sin Niño, las manos juntas, representa la Inmaculada Concepción. No hay en las efigies ni la más remota semejanza.

Y, en cuanto al culto, el mejicano nació y se ha engrandecido durante cuatro siglos única y precisamente al pie de la tilma del milagro, sin la más tenue conexión con la imagen de Extremadura, cuya existencia misma es evidente que ignoran millones y millones de indígenas y otros compatriotas no ilustrados que vierten su dolor y su ternura ante la Madre del Tepeyac.

Pero ¿por qué entonces, si se trata de casos tan absolutamente apartados y autónomos, ambas imágenes se designan con el mismísimo nombre de Guadalupe?

Que se llame así la de Extremadura es natural: tomó el nombre del sitio en que fue encontrada y donde se le alzó templo: Guadalupe, vocablo arábico que -siempre la divergencia entre etimologistas- significa río de luz, o río de lobos, o río encendido.

Pero ¿por qué se llama de Guadalupe la Virgen mejicana? No se nombraba así, sino Tepeyac, el sitio donde Ella apareció y donde se levantó su ermita primera. La Virgen no tomó el nombre del lugar; más tarde el lugar tomó el nombre de la Virgen.

Lo que parece insoluble y a muchos despista tiene, no obstante, un motivo muy claro y muy concreto: la Virgen misma, al mostrarse a Juan Bernardino, tío de Juan Diego le dijo: «Que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre virgen Santa María de Guadalupe».

Así consta textualmente en el Nican Mopohua la más vetusta relación del milagro, escrita no en castellano ni por un español, sino en lengua azteca y por un indio ilustre, don Antonio Valeriano. El cual, en su texto náhuatl original, incorpora en castellano las palabras Santa María de Guadalupe».

La Señora del Tepeyac quiso, pues, ser designada con el nombre de Guadalupe. ¿Por qué? Esto no lo sabemos. Pero, aunque no lo sabemos, creo que razonablemente podemos avanzar una plausible conjetura.

Podemos nosotros conjeturar que quiso la Señora darse un nombre que fuera familiar y atrayente para los españoles, sobre todo extremeños como Cortés, que consumaron la conquista, y que, al favorecer con predilección a Juan Diego, representante de los vencidos, quiso al propio tiempo atraer con dulzura a los vencedores, y a unos y a otros hermanarlos en la misma devoción. No vino Ella a abrir abismos entre vencedores y vencidos: vino a cerrarlos. Y, al sublimar con un privilegio excepcional a los postergados, halló un medio suavísimo de que a los dominadores sonara a tradición la novedad y a cosa propia y familiar la extrañeza.

Y de hecho, como históricamente consta, se dió el caso extraordinario de que, desde los años primerísimos, conquistados y conquistadores fraternizaran a los pies de la Virgen del Tepeyac. Ella, que—contra lo comúnmente repetido—no muestra fisonomía ni color de india, sino de mestiza, anunció el beso de las razas que fundaría la nacionalidad que estaba amaneciendo. Y así como juntó plásticamente en el milagro al español Zumárraga y a Juan Diego el aborigen, y así como con rosas de Castilla se estampó para siempre en el ayate sublimado del indio, quiso en todo ser nuncio. ejemplo y símbolo de la fusión amorosa que forjaría a Méjico. De la fusión amorosa que forjaría a toda Hispanoamérica y traería al mundo este coro magnifico de pueblos que hoy llamamos la Hispanidad.

Por eso, en expansión cargada de sentidos, ha rebasado las fronteras nuestra Virgen de Guadalupe.

Ella, en Méjico, se identifica con la substancia de la patria. Presidió el nacimiento de nuestra nacionalidad. Aceleró la propagación del Evangelio. Fue lábaro de nuestra independencia. Congrega en tumultuoso plebiscito a todas las almas y conquista el respeto o la ternura aun de los descreídos y renuentes. Ella ha amparado y reverdecido nuestra fe después de más de un siglo de ataques insidiosos o brutales. A ella van nuestras lágrimas, nuestras alegrías, nuestras esperanzas. Ella es emblema autóctono, negación de exotismos desintegradores, vínculo sumo de unidad nacional. En los cimientos del Tepeyac están los cimientos de la Patria.

Pero la Madre y Patrona de Méjico es también, por viva instancia de los países indoibéricos que el santo Pío X sancionó en 1910, Madre y Patrona de toda la América hispana. Pío XI, en 1935, incluye en el patronato a las islas Filipinas, hondamente vinculadas con el mundo español. Y en 1945 Pío XII la proclama a boca llena Emperatriz de América. Y—sin contar repercusiones impensadas y sorprendentes en el corazón de los Estados Unidos, y de Francia, y de otros países ilustres—en 1950 la vieja madre de la estirpe, al coronar espléndidamente en Madrid a nuestra Virgen de Guadalupe, coronó espléndidamente el ciclo de esa expansión providencial. El sentido histórico del mensaje cobró así su plenitud.

Porque Juan Diego no era sólo Juan Diego, sino la desvalida encarnación de todas las razas aborígenes. Zumárraga no era solo Zumárraga, sino la ardiente personificación de todos los evangelizadores hispanos. Y las rosas de Castilla exprimieron la policromía de sus jugos, símbolo de la savia toda de España, para embeberse en el ayate del indio, fundirse con él y estampar en sus fibras, transfiguradas y extasiadas para siempre, la imagen celeste de María. Y por eso el milagro de Santa María de Guadalupe maravillosamente simboliza, resume y señorea este humano milagro de la Hispanidad. Y ambos portentos, lejos de encerrarse en un ámbito exclusivo, se dilatan por todos los horizontes y abren los brazos en un anhelo universal—católico—de amor.

ALFONSO JUNCO, www.mercaba.org