10 de agosto
SAN LORENZO
(† 258)
Conocemos a San Lorenzo y su martirio por el testimonio verídico, por la majestad romana y por el vuelo pindárico del himno en loor suyo del poeta probablemente cesaraugustano Aurelio Prudencio, que quizá había nacido en Zaragoza y debió de morir allá por el año 410, cuando, empujado por la enorme vitalidad de su pueblo, al frente de sus hordas de visigodos (o sea los godos de aquende el Danubio), Alarico, poderoso e inexorable como una inundación, anegó la ciudad de Roma y amagó anegar la civilización latina.
La extrema pasión del diácono Lorenzo había dejado en la antigüedad cristiana un recuerdo indeleble: pero no quedó tras ella ningún auténtico documento escrito. El primero que la consigna como tradición volátil, en inaprehensible estado de fluidez, es San Ambrosio. El segundo que la asume y la transforma en materia poética es el autor del Peristephanon, el más grande poeta cristiano hasta que, a los novecientos años de distancia, se irguió, más alto que las Pirámides, más perenne que el bronce, el florentino Dante Alighieri.
Prudencio canta la efusión de sangre cristiana con orgiástica embriaguez. Prudencio es hemólatra, es decir, idólatra de la pasión y de la sangre derramada por amor de Cristo. Prudencio, que es celtibérico, podría parecer bético, verbigracia de Córdoba y del linaje del Séneca de las tragedias y de Lucano, cantor de guerras más que civiles; de Córdoba, dije, patria de hombres enjutos bellos y fuertes que luchan a hierro con bestias generosas y pugnaces, en un circo sonante, lleno de pueblo, ávido de emoción.
Lorenzo es el más célebre de los mártires de la persecución de Valeriano. Murió a los diez días del mes sextil (agosto) del año 258, cuando, según la usada expresión de Dámaso, que ilustró la ceguera de las catacumbas, desde los días en que el hierro del tirano, secuit pia viscera Matris, rajaba las entrañas de la piadosa Madre, la Iglesia. ¿Cómo pudo silenciar el españolísimo Prudencio su común origen celtibérico y español con el diácono del papa Sixto; Prudencio, digo, que en su libro de Las Coronas consagra a los mártires, inequívocamente de España, sus más audaces ditirambos y proclama como verdad axiomática: Hispanos Deus aspicit benignus: que Dios mira con ternura especial a los hispanos porque ofrecen a Cristo tantas y tan preciosas víctimas como Tarragona, y Calahorra, y Zaragoza, y Mérida envían al cielo? Silencio inexplicable.
Lorenzo, el año 258, era el primero de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, la más recia y pura de sus columnas blancas. La persecución de Valeriano, que arrebatado se lo llevó, iba enderezada contra los miembros de la jerarquía eclesiástica: obispos, presbíteros, diáconos. Este carácter de la persecución señalábale al golpe de los perseguidores. EI era el principal de los siete diáconos encargados de socorrer a los pobres y de administrar las temporalidades eclesiásticas, en aquella coyuntura y sazón no contentibles. La Iglesia era propietaria de vastos cementerios y poseía una bien nutrida Caja donde se custodiaban las cotizaciones de sus miembros. De ella era el encargado Lorenzo; se le llamaba «diácono del Papa», y no era desusado que sucediera al Pontífice que le promovió a esta categoría eminente. No ignoraban los paganos que, a favor de las leyes sobre las asociaciones funerarias (Deorum Manium iura sancta sunto), la Iglesia gozaba de la propiedad de considerables latifundios debidos a la munificencia de los fieles y sabían que en cada ciudad funcionaba la Caja eclesiástica, alimentada con voluntarias aportaciones periódicas, al estilo de una moderna sociedad de socorros mutuos. El Estado codiciaba estos fondos, quizá exagerándolos. Allende de esto, sordamente cundía en los medios populares un siniestro rumor de orgías nocturnas. Roma entonces, como siempre, había sido Civitas omnium gnara et nihil reticens, que creía saberlo todo y todo lo parlaba. Frecuentaban estas orgías los adeptos de la fe nueva, según se creía, y que los presbíteros, en primorosos vasos de oro labrados a cincel, bebían sangre humana, en cenas como la mitológica de Tiestes; y que las salas de estos festines nefandos iluminábanse con antorchas de cera oliente a miel y a flora rupestre, fijas en áureos candelabros. ¿No aparece en esto bien visible la deformación de una sinaxis eucarística?
El mismo día o el siguiente de la pasión de Sixto, que fue decapitado, el prefecto de Roma llama a Lorenzo. Prudencio pone en boca del magistrado un curioso capítulo de cargos, desprovisto de toda realidad histórica, invención del poeta todo él, que demuestra, empero, un gran conocimiento de los prejuicios dominantes en la época en que el poeta sitúa la escena. Nada áspero responde Lorenzo; nada turbio; responde, sí, con socarronería que llamaríamos aragonesa, si aragonés fuera San Lorenzo:
«Es rica, sí, la Iglesia, no lo niego. Nadie en el mundo es más rico que ella. El propio emperador no tiene tanta plata acuñada como la Iglesia tiene. No rehuso entregarle los numismas con su efigie y la inscripción que traen; déseme un plazo siquiera breve para reunir e inventariar caudal tan copioso y precioso como Cristo atesora».
Lorenzo habla como un meticuloso contador. El prefecto le concede un lapso de tres días. Lorenzo recorre la opulenta urbe, dives opum, como Virgilio la denominó; epítome del orbe, como la llamó un cosmógrafo, epítome de todas sus grandezas y de todas sus miserias. Macabra fue la exposición de las riquezas de la Iglesia que Lorenzo inventarió. Sábese por una carta del papa San Cornelio que a mediados del siglo III la Iglesia de Roma socorría a unos mil quinientos pobres y viudas menesterosas. Allí mostraba el ciego, sumido en tinieblas interiores, los blancos ojos, huérfanos de mirada, que con un báculo previo guiaba el paso vacilante; allí el cojo, con un cayado, regía el paso desigual; allí el ulceroso destilando podre; allí el lisiado con la mano encanijada. «Ven y verás —el diácono dice al prefecto— todo un atrio espacioso, lleno de vasos áureos.» Aquella hueste de desharrapados, aquella parada horrible de ver, ante los ojos atónitos del funcionario romano, elevó un horrísono alarido. Mezcladas con esa muchedumbre aullante estaban las suaves vírgenes consagradas, las viudas castas que, tras el daño del primer himeneo, quisieron ignorar el calor de la añeja llama. Esta era la mejor porción de la Iglesia, el joyel de más precio con que se ataviaba. Con esta dote la Iglesia place a Cristo; éste es su más lindo tocado; éste es su tesoro; ésta es la rica cuenta de sus pobres.
En el himno que Prudencio puso en la boca afluente de Lorenzo corren desatados el énfasis bético de Anneo Séneca y el mordedor sarcasmo del bilbilitano Valerio Marcial, El prefecto, burlado y mofado, ataja esas tantas strophas del diácono con una irónica y escalofriante amenaza:
«Yo tengo entendido que la muerte para el mártir es apetitosa; la tendrás. Podrás saborearla con morosa delectación. Te mulliré un blando tálamo de ascuas. Ya me traerás nuevas de Vulcano.»
Lorenzo sube al lecho de carbones encendidos, que para él fue blando como de ramas y de flores. La lumbre purpúrea de juventud que irradió la frente del protodiácono Esteban entre el granizo de la lapidación circundó cual si fuera un rostro de ángel la serena faz de Lorenzo y la bañó de tiernos rosicleres. Antes de que su pensamiento naufragara en el sopor de la muerte Lorenzo lo reposó en Roma, en aquella Roma tan obcecada y tan amada, a la que el áspero Tertuliano, con inefable ternura, llamó con homéricas reminiscencias vergel de Alcínoo, frutecido de pomas de oro; jardín de Midas, plantado, de rosales.
«¡Oh romano! —Lorenzo exclama por boca de Prudencio—. ¿Quieres que te revele cuál fue la causa de tus laboriosos triunfos? Ha sido Dios, que quiere la fraternidad de todos los pueblos; que todos encorven su frente bajo una ley única; que todos se tornen, romanos. Roma y la paz son una misma cosa: Pax et Roma tenent. El fundador de Roma no es Rómulo. Es Cristo el fundador de estas murallas. He aquí que todo el humano linaje mora en el dominio de Remo. Concede, oh Cristo, a tus romanos que sea cristiana esa ciudad por la cual tú sembraste en todas las otras una misma creencia. Que no sea impía la cabeza cuando los miembros abandonan la superstición; que Rómulo se torne fiel y el mismo Numa sea creyente. Todavía el error de Troya ofusca la Curia de los Catones. Purifícala, oh Cristo, de esa mancilla; envía un nuevo mensaje por tu ángel Gabriel para que la ceguera de Julo reconozca al Dios verdadero. Aquí los cristianos tenemos ya prendas firmísimas, en los dos Príncipes de los Apóstoles, evangelizador el uno de las gentes, el otro que ocupa la cátedra suprema y empuña las llaves del reino de los cielos. Oxe, afuera ya, Júpiter adúltero; deja ya libre a Roma. Pablo te echa de aquí y Pedro de aquí te destrona!»
Y en este punto, la mente del mártir moribundo, en vuelo acérrimo, se hunde en una consoladora lontananza:
«Veo a un Príncipe futuro que vendrá a su tiempo justo y cerrará los templos desiertos; obstruirá las puertas de marfil; condenará los nefastos umbrales y sus goznes de bronce ya no chirriarán; limpios de sangre sucia se erguirán, no adorados ya ni suplicados los bellos mármoles que ahora reciben culto idolátrico».
Este fue el fin del canto y el fin de la vida. El espíritu siguió la voz del vidente. La muerte de Lorenzo fue la muerte de la idolatría.
Alejado de Roma, sin duda, escribía Prudencio su espléndido himno, puesto que proclama bienaventurados tres veces a los moradores de la ciudad que podían venerar a Lorenzo en la sede misma de sus huesos, coser su pecho con la tierra. sagrada y regar con lágrimas el lugar santo. Al cuitado Prudencio, el Ebro, que le dividía de los vascones, los Pirineos nevados, los Alpes altos y profundos, manteníanlo alejado de la ciudad de Roma, riquísima de huesos heroicos y de sepulcros santos. Tenía que contentarse con levantar el corazón y los ojos al cielo tan alto y tan lejano hacia la Ciudad de Dios. De esta ciudad inenarrable es Lorenzo munícipe adscrito; por esto lleva en la corte celestial la corona cívica y es cónsul perpetuo de la Roma celestial.
Illic inenarrabili
adiectus Urbi municeps
quem Roma coelestis sibi
legit perennem Consulem.
Prudencio se reconoce indigno de que Cristo incline sus oídos hacia sí; pero, por el patrocinio de los mártires que cantó, puede conseguir audiencia y alivio; y se atreve a poner su nombre como reo de Cristo.
No de otra manera el piadoso y generoso donante, en las tablas devotas del Renacimiento, en Flandes o en Italia, aparece postrado a los pies de la santa imagen agigantada.
Así a los pies de San Lorenzo se nos muestra Prudencio, poeta suyo y nuestro, con las manos juntas, con las rodillas en el suelo, humilde, suplicante, pequeñito:
Audi benignus supplicem
Christi reum Prudentium.
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