El escritor Graham Greene (1904-1991) solía definirse como «católico agnóstico» o incluso como «católico ateo». Un reflejo de sus contradicciones y de su fe atormentada es su obra maestra, El poder y la gloria (1940), un homenaje al valor intrínseco de los sacramentos a través de la historia de un sacerdote que, en el contexto de la persecución religiosa en México de los años 30 y de sus propias debilidades, pecados y traiciones, intenta servir a sus fieles y cumplir su misión sagrada.
La huella del catolicismo de Greene es palpable en otras novelas suyas, como El revés de la trama (1948) o El final del ‘affaire’ (1951), y en casi todas hay una profunda inquietud moral, incluso en aquellas concebidas como puro entretenimiento, muchas de las cuales fueron llevadas al cine, desde El tercer hombre (1949) a El americano impasible (1955), pasando por Nuestro hombre en La Habana (1958) o El factor humano (1978).
Greene, inicialmente ateo, se había convertido al catolicismo a los 22 años al conocer a quien sería su única esposa, Vivien Dayrell-Browning (1904-2003), también recién conversa y que conocía a G.K. Chesterton. Graham y Vivien se casaron en 1927. Tuvieron dos hijos y se separaron en 1947, sin divorciarse nunca.
«Incluso cuando dudo sigo rezando»
La conversión de Graham fue sincera y nunca abandonó formalmente la fe, a pesar de sus permanentes vacilaciones, fruto más de la contradicción en sus comportamientos morales (en particular, la infidelidad matrimonial) que de un cuestionamiento del dogma.
Al convivir con diversas mujeres después de su separación, tuvo que renunciar a los sacramentos, pero sin dejar de creer en ellos como algo sagrado con lo que no se puede jugar: «He roto las reglas. Son reglas que respeto, así que no comulgo desde hace casi treinta años… En mi vida privada, mi situación no es regular. Si comulgara, tendría que confesarme y hacer promesas. Prefiero excomulgarme», declaró en una ocasión. A misa, sin embargo, sí iba.
Sus dudas eran, pues, más un conflicto con su sentimiento de culpa que una negación. «No creo que la muerte lo sea todo», escribió a una amiga rusa cuando su marido se suicidó: «O, más bien, mi fe me dice que la muerte no es el final de todo. Y cuando mi fe flaquea me digo que estoy equivocado. Uno no puede creer los 365 días del año… Hay un misterio que no podremos resolver mientras vivamos. Personalmente, incluso cuando dudo sigo rezando«.
En una entrevista que le hizo The Tablet en 1989, dos años antes de morir, mantenía esa ambivalencia, pero hacía además una interesante revelación. Dijo que había dos cosas que impedían que perdiese su fe por completo.
Una era el pasaje del Evangelio de San Juan en que éste y Pedro corren hacia la tumba de Jesucristo cuando María Magdalena les informa que su cuerpo no está en la tumba (Jn 20, 1-9): «Es como un reportaje de primera mano, no puedo dejar de creer en él… Esa carrera es casi hilarante y me impacta como verdadera«.
La otra era haber conocido al Padre Pío. La historia de ese encuentro, contada por él mismo, dice más que cualquier otro argumento sobre la raíz de su problematización de la fe.
El encuentro frustrado con el Padre Pío
En 1990, Kenneth L. Woodward, periodista católico al frente de la sección de Religión en el Newsweek, iba a publicar su libro Making Saints sobre los criterios de la Iglesia para decidir quién es santo y quién no. La editorial, Simon & Schuster, envió el texto a Graham Greene para pedirle una frase de apoyo publicitario.
Además de eso, Greene envió una carta a Woodward, fechada el 11 de septiembre de 1990, en la que le relataba se experiencia con uno de los personajes mencionados en la obra: el Padre Pío, quien entonces aún no había sido beatificado (lo sería en 1999, y canonizado en 2002).
La carta, que reproduce el propio Woodward, cuenta que el Padre Pío era muy amigo del marqués Bernardo Patrizi (1902-1971), hijo espiritual suyo y uno de los co-fundadores de la Casa Sollievo della Sofferenza, el hospital impulsado por el santo de Pietrelcina en San Giovanni Rotondo. A su vez, Patrizi era muy amigo de Greene, y le invitó a conocer al célebre capuchino.
A la derecha de la foto, sujetando levemente el brazo del Padre Pío, Bernardo Patrizi.
La fecha fue probablemente 1949, porque entonces ya estaba viviendo con Catherine Walston, con quien hizo el viaje, aunque no la menciona: «Fui a al pueblo con una amiga mía. Me invitaron a verle esa noche en el convento, pero di una excusa para no ir, porque ninguno de los dos queríamos cambiar de vida. Ambos éramos católicos».
«Creo razonable suponer», comenta Woodward, «que Greene no solo creía en la capacidad del Padre Pío de leer las conciencias, sino también que había algo entre él y la mujer que él no quería cambiar, como temía que el sacerdote les exigiría«.
William Cash recogió en ‘The third woman’ la historia del romance de Graham Greene con Catherine Walston, con quien acudió a ver al Padre Pío.
Graham continúa: «A la mañana siguiente fuimos a su misa. No se le permitía decir misa en el altar mayor, sino en un pequeño altar lateral, y la dijo a las cinco y media de la mañana. Solo había unas cuantas mujeres a la puerta del convento esperando que abrieran. Durante la misa, estuvimos a unos dos metros de él. Las mujeres se habían ido directamente al confesionario, pues nada más terminar la misa él se ponía a confesar hasta la hora de comer».
A esa distancia del fraile con quien no había querido hablar, Greene fue testigo presencial de los estigmas del Padre Pío: «Durante la misa intentaba ocultar los estigmas bajándose las mangas del hábito, pero se deslizaban. Parece que no le permitían llevar guantes. Me habían advertido de que la misa sería muy larga, así que me sorprendió, porque me pareció que había durado lo normal… Y más me sorprendí aún cuando salimos de la iglesia y vimos que eran las siete: no tenía ni idea de donde se había escapado ese largo periodo de tiempo».
Graham contó estos hechos también a su biógrafo, Norman Sherry, quien le visitó en Antibes (Francia) en 1983 y publicó su vida en tres volúmenes en 1989. El escritor ofreció algún detalle más sobre las causas de su rechazo a hablar con el Padre Pío: «Dije que no quería. No quería cambiar mi vida por conocer a un santo. Y sentí que había muchas posibilidades de que él lo fuera. Le rodeaba una gran paz».
Con el tiempo, Greene rompería con Catherine, pero empezaría otra relación con Yvonne Cloetta, que mantuvo hasta morir.
En el lecho de muerte
En sus últimos años volvió a los sacramentos gracias a la amistad que forjó con un sacerdote español, Leopoldo Durán (1917-2008), un estudioso de su obra precisamente en perspectiva teológica. Tras años de relación epistolar, durante los cuales Durán se licenció y doctoró con tesina y tesis sobre el pecado, la gracia y el sacerdocio en los escritos de Greene, se conocieron en 1972, sintonizaron a la perfección y se hicieron compañeros de viaje inseparables.
Entre 1976 y 1989, Graham Greene hizo quince viajes por España, siempre acompañado por don Leopoldo, quien celebraba en latín en un altar portátil. El sacerdote aparece junto al escritor en el libro de Carlos Villar Flor ‘Viajes con mi cura’ (Comares), que recoge esa peripecias.
El escritor le contó a Durán que pedía al Señor tenerle al lado cuando le llegase la hora definitiva. Nada más Greene entró en agonía, avisaron a Don Leopoldo, que estaba en Vigo, y llegó a tiempo, «llenando de gozo al moribundo», afirma el cisterciense Damián Yáñez Reina en su biografía del sacerdote para la Real Academia de la Historia. Tenía junto a sí, como había llevado encima durante cuarenta años, una fotografía del Padre Pío.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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