En el Evangelio de la Misa de hoy el Señor advierte a “la gente ya sus discípulos” y, por lo tanto, también es para nosotros: “haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen”. Esa falta de coherencia entre lo que dicen (y decimos) y su conducta (y la nuestra) les hace perder toda autoridad moral. “¿Qué pensar de los que se adornan con un nombre y no lo son?, ¿de qué sirve el nombre si no se corresponde con la realidad? (…). Así, muchos se llaman cristianos, pero no son hallados tales en realidad, porque no son lo que dicen, en la vida, en las costumbres, en la esperanza, en la caridad” (San Agustín, Tratado sobre la 1ª Epístola de San Juan 4,4).
No se puede anunciar a Cristo con la palabra y desdecirlo con nuestras obras. Se hace imprescindible la unidad entre la vida y las palabras. Será nuestro ejemplo el que ayude a los demás en el seguimiento de Cristo. “En esto consiste (a mi parecer) la perfección de la vida cristiana: en que, hechos partícipes del nombre de Cristo por nuestro apelativo de cristianos, pongamos de manifiesto, con nuestros sentimientos, con la oración y con nuestro género de vida, la virtualidad de este nombre» (San Gregorio de Nisa). Seremos creíbles en la medida en que seamos verdaderos testigos. San Pablo VI lo expresaba con claridad en Evangelii nuntiandi: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o, si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos” (n. 41). No podemos separar nuestra vida espiritual del trabajo, de la vida ordinaria: se vive como se reza y se reza como se vive. Siendo ejemplo no nos desentenderemos de las luchas de los demás por ser fieles. No tendrá que decirnos el Señor que somos de los que “lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar”, aunque lo que mandaban no era incorrecto, pues Jesús dice a la gente: “haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen”, no son el ejemplo a seguir. No seamos como el Capitán Araña, que embarcaba a la gente y se quedaba en tierra.
“Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí”. Que no nos falte a nosotros esa rectitud de intención. Buscamos dar ejemplo, pero no para ser admirados, sino para que alumbre así nuestra luz ante los hombres, para que viendo nuestras buenas obras glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16).
Esto supone una lucha personal constante que habremos de librar con la seguridad que da saber que no estamos solos en ella. “Si Aquel que ha entregado su vida por nosotros es el juez de esta lucha, ¿qué orgullo y qué confianza no tendremos? En los juegos olímpicos, el árbitro permanece en medio de los dos adversarios, sin favorecer ni al uno ni al otro, esperando el desenlace. Si el árbitro se coloca entre los dos contendientes, es porque su actitud es neutral. En el combate que nos enfrenta al diablo, Cristo no permanece indiferente: está por entero de nuestra parte. ¿Cómo puede ser esto? Veis que nada más entrar en la liza nos ha ungido, mientras que encadenaba al otro. Nos ha ungido con el óleo de la alegría y a él le ha atado con lazos irrompibles para paralizar sus asaltos. Si yo tengo un tropiezo, Él me tiende la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve a poner de pie” (San Juan Crisóstomo, Catequesis bautismales, 3, 9-10).
Que Nuestra Madre, nos mantenga firmes en este combate para, como su Hijo, decir y hacer.
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