En el Evangelio de San Lucas nos trae la misma escena del relato proclamado en la Misa de ayer, pero con una propuesta distinta de Jesús. Estando “en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando”, pero ahora, “notando que los convidados escogían los primeros puestos”, a través de una parábola, pondrá en evidencia otra de las causas del rechazo a Cristo. “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga: «Cédele el puesto a este”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto”.
Estos hombres desconocían cuál es lugar que les corresponde y son incapaces de reconocer quién era de Verdad Cristo. Algo de gran actualidad. “La mentalidad del mundo impulsa a sobresalir, a abrirse camino, incluso con astucia y sin escrúpulos, afirmándose a sí mismos y sus propios intereses. En el reino de Dios se premian la modestia y la humildad. Por el contrario, en los asuntos terrenos triunfan a menudo el arribismo y la prepotencia; las consecuencias están a la vista de todos: rivalidades, abusos y frustraciones” (San Juan Pablo II Audiencia, 2 de septiembre de 2001). Para reconocerle y acogerle la humildad es clave necesaria. La humildad permite entender las cosas a fondo, conocernos en profundidad. Él nos pondrá en el lugar que realmente nos corresponde y nosotros podremos reconocer el lugar que Cristo ocupa como Dios que es. Entonces podremos descubrir que Él es nuestro Salvador. “Cristo se anonadó tomando la forma de siervo. Por lo cual Dios lo exaltó (Flp 2, 7)” ¡Se humillo! No vino, no nos ganó, con prepotencia. ¡Nos ganó por la humildad! Por tanto, el camino para dejarnos “ganar” por Cristo es la humildad. El Señor con un humilde se luce, mientras que con el soberbio no sabe qué hacer. Difícilmente responderemos a Cristo con prontitud y docilidad si estoy pagado de mí mismo, a mis modos de ver y hacer como si fueran los únicos.
Necesitamos permitirle que vaya transformando nuestro corazón. Y así, la humildad, permitirá que la caridad de Cristo, actuando de árbitro en nuestro corazón (cf. Col 3, 15), nos lleve a la comunión con Dios y con nuestros hermanos. Humillaos en presencia del Señor, y Él os ensalzará» (St 4,10; cf. 1 p 5,6). La humildad y el propio enaltecimiento son incompatibles. Nuestro empeño no tiene como fin ser humildes o ser sencillos. Lo que deseamos es ver a Dios, amar a Dios. La humildad y la sencillez son el camino más directo para conseguirlo. Dios se deja conquistar por el humilde. “En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras” (Is 66,2). Dejarnos invadir por la fuerza de la verdad y del amor.
la mentalidad del mundo impulsa a sobresalir, a abrirse camino, incluso con astucia y sin escrúpulos, afirmándose a sí mismos y sus propios intereses. En el reino de Dios se premian la modestia y la humildad. Por el contrario, en los asuntos terrenos triunfan a menudo el arribismo y la prepotencia; las consecuencias están a la vista de todos: rivalidades, abusos y frustraciones.
Pidamos a María, de cuya humildad y pequeñez se prendó Dios, que nos hagamos humildes.
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