Apenas Cleofás y su compañero Simeón terminaron de contar entrecortadamente lo que les había sucedido en Emaús —venían con la lengua fuera del apresurado retorno a Jerusalén—, Jesús resucitado aparece inesperadamente a los discípulos allí presentes. ¡Y se llevaron un buen susto! El evangelio lo describe más tenebrosamente: usa la palabra «miedo». Creyeron ver un fantasma. Al menos, a los discípulos de Emaús les dio un buen trecho de camino para ir preparando el terreno. Ahora se aparece de golpe, sin anestesia.
Muchas emociones en ese día de la resurrección: todos están completamente descolocados, abatidos. Hay que tener en cuenta que arrastran buena carga de penurias: apenas dos días antes, el caudal de ira contra Jesús acabó con si vida en una pasión y muerte absolutamente dramáticas. Cada uno de ellos recuerda agriamente lo que hicieron, comenzando por su huída del huerto de los olivos. El sábado pascual no fue un día de mucho ajetreo, pues nada se podía hacer por la ley judía que prohibía todo tipo de trabajo. Peor todavía: mucho tiempo para darle vueltas al coco… Demasiado.
Ninguno apostaba por que Jesús fuera a salir del sepulcro. Tampoco María Magdalena y las santas mujeres: de hecho, se levantan de madrugada para ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. ¡No creían en la resurrección!
¿¡Cómo no iban a tener miedo unos corazones tan trillados por cómo han sucedido todas las cosas!? Tres años acompañando al Maestro, y todo acaba de este modo tan agrio, tan injusto.
Pero la incertidumbre de si las mujeres están locas, o los de Emaús han tomado sustancias alucinógenas queda completamente evaporada cuando Jesús aparece ante ellos. ¿Cómo iban a creer que había resucitado de verdad? Es contra natura. Ninguna experiencia humana se asemeja ni de lejos. Por eso, la respuesta humana es el miedo ante lo que no puede ser otra cosa que un fantasma.
Pero Cristo les va hablando, les va calmando, aporta el alivio a quienes han pasado tanta desdicha y zozobra. Les quiere convencer: les enseña las manos y los pies. Ellos le tocan, diluyendo poco a poco su miedo. Una vez más, las ovejas reconocen la voz del Pastor que les conduce hacia fuentes tranquilas. De este modo, el miedo se torna en alegría, aunque no terminan de convencerse del todo: es su voz, es su mirada, son sus gestos, son sus llagas… Pero es que sigue siendo demasiado fuerte. ¡No puede ser!
Finalmente, les pide alimento para compartir con ellos una comida más. En realidad, la cena del jueves santo no fue la última. A lo largo de los días de la resurrección varias veces va a comer de nuevo Jesús con los suyos. En esa comida fraterna, un auténtico banquete pascual, Cristo les abre el entendimiento. Hace lo mismo que con Cleofás y Simeón: les cuenta las profecías y cómo todo lo que había sucedido, tenía que suceder. ¡Sólo Cristo nos puede abrir el entendimiento por el don sobrenatural de la fe! Sólo entonces pueden convertirse en testigos de la resurrección.
Una última cosa: hubo una persona que sí creía en la resurrección. No se levantó de madrugada para acompañar a Magdalena ni a las otras mujeres. No se le ocurrió acercarse al sepulcro. No conoció el abatimiento de la desesperanza, ni la incredulidad, ni el miedo de todos los que amanecieron ese domingo con la certeza de que el sepulcro seguía lleno. La Madre de Jesús esperaba la resurrección y se convirtió en la primera persona en verle resucitado. Las mujeres encontraron el sepulcro vacío porque Jesús estaba con María.
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