Hoy Jesús nos hace una llamada fuerte y clara a la conversión del corazón. Jesús lamenta cómo las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún, a pesar de haber sido testigos de milagros y señales, no se han transformado. Él advierte que, si estas señales hubieran sido mostradas en lugares paganos como Tiro y Sidón, ellos habrían respondido con arrepentimiento. Aquí, el Señor nos recuerda que el don de su presencia y de su amor exige una respuesta, un cambio de vida.
Esta llamada a la conversión conecta profundamente con la vida de San Francisco de Asís, cuya fiesta celebramos hoy. Francisco, en su juventud, estaba inmerso en una vida cómoda y mundana, buscando el éxito y la gloria terrena. Sin embargo, al experimentar el amor de Dios, su corazón se transformó por completo. Como las ciudades del evangelio, él también había recibido muchas bendiciones, pero no fue hasta que se encontró con Cristo en la pobreza y el sufrimiento que verdaderamente se convirtió. Dejó atrás todo lo que conocía para seguir a Jesús de manera radical, viviendo en la sencillez y el amor hacia los más pequeños, reconociendo la belleza de la creación y entregándose por completo a la voluntad de Dios.
Un ejemplo clave en la vida de San Francisco es su encuentro con el leproso. En ese momento, cuando abrazó al hombre que la sociedad rechazaba, Francisco experimentó una conversión profunda. Comprendió que para seguir a Cristo, debía amar sin condiciones, especialmente a los que el mundo despreciaba. Este gesto fue como una respuesta al llamado de Jesús en el evangelio: “quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”. Francisco, al acoger al leproso, acogió a Cristo mismo.
Al igual que Jesús advierte a las ciudades de su tiempo, este evangelio es una invitación para nosotros a no ser indiferentes a las señales de Dios en nuestra vida. Hoy, con el ejemplo de San Francisco, hazte esta preguntas: ¿Cómo estás respondiendo a la presencia de Dios? ¿Estás abierto a la conversión que Él te pide cada día? San Francisco nos muestra que la verdadera grandeza no está en el éxito o el poder, sino en un corazón humilde que responde con generosidad a la invitación de Cristo a seguirle.
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