En la Carta de San Pablo a los Romanos leemos hoy: “la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”. La humanidad está así esperando que se manifieste esa semilla, ese fermento, del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Cristo es ese hombre que “toma y siembra en su huerto”. Nosotros somos “su” huerto. La semilla de ese amor, dejándola crecer en cada uno, transformará nuestro corazón a la medida del corazón de Cristo (cf. Fp 2,5). Seremos hechos instrumentos del Amor de Dios, dar frutos de humanidad en cada uno y cantaremos con el Salmo “el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El mundo necesita ser sanado por el amor porque es fruto del Amor.
San Mateo añade que la mostaza “es ciertamente la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a ser como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas”. Así el amor de Dios sembrado en nuestro corazón comienza siendo como una semilla casi imperceptible, pero terminará siendo el fundamento de la convivencia y concordia entre los hombres. Sólo podrá crecer la justicia y la paz si se fundamenta en el amor como don, como entrega. El amor supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón (Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002). Sin justicia no hay paz duradera entre los hombres ni entre los países, pero quien no perdona no tiene paz en el alma ni podrá ser sembrador de paz y alegría. Así, “la paz de Dios que supera todo conocimiento custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos” (Flp 4,7).
Como la levadura mezclada en la harina no se nota, así los hijos de Dios en medio del mundo no se nota su presencia, pero hace que la harina se convierta en ese pan delicioso. San Juan Pablo II nos recordaba cómo “los cristianos son raza elegida, sacerdocio santo, llamados también sal de la tierra y luz del mundo. Su específica vocación y misión consiste en manifestar el Evangelio en sus vidas y, por tanto, en introducir el Evangelio, como una levadura, en la realidad del mundo en que viven y trabajan. Las grandes fuerzas que configuran el mundo (política, mass-media, ciencia, tecnología, cultura, educación, industria) constituyen precisamente las áreas en las que los seglares son especialmente competentes para ejercer su misión. Si estas fuerzas están conducidas por personas que son verdaderos discípulos de Cristo, y, al mismo tiempo, plenamente competentes en el conocimiento y en la ciencia seculares, entonces el mundo será ciertamente transformado desde dentro mediante el poder redentor de Cristo” (Limerick, 1 – X – 1979).
Nuestra Madre nos muestra cómo dejarnos transformar en semilla y levadura. Mirándola, dejémonos contagiar por su docilidad y ser instrumentos vivos del Amor de Dios.01
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