NADIE NOTÓ EL SILENCIO
Nadie notó el momento exacto en que las campanas enmudecieron.
Al principio, fue algo discreto. Se hablaba de seguridad, de protocolos, de evitar riesgos innecesarios. No era momento para sentimentalismos. Luego, cuando alguien preguntó por qué las iglesias seguían cerradas mientras los centros comerciales abrían, la respuesta fue simple: la fe podía practicarse en casa.
La fe, decían, era asunto privado.
Las campanas no eran necesarias.
EL DIÁLOGO ENTRE EL SACERDOTE Y EL SACRISTÁN
El padre Esteban caminaba lentamente por la nave vacía de la iglesia. Cada paso resonaba en la piedra como un eco lejano de tiempos mejores.
Martín, el sacristán, estaba sentado en un banco al fondo, mirando el suelo. No había misa. No había velas encendidas. Solo la oscura soledad de un templo que, sin su pueblo, parecía más muerto que vivo.
—¿Cuánto tiempo más cree que durará esto, padre? —preguntó, sin levantar la vista.
El sacerdote suspiró y se apoyó en el respaldo de un banco.
—El tiempo no es el problema, Martín. El problema es lo que se ha perdido en este tiempo.
El sacristán alzó la cabeza.
—¿Y qué se ha perdido? La gente sigue viva. Siguen adelante.
—¿Siguen adelante? —El sacerdote sonrió con tristeza—. Sí, siguen adelante… pero sin Dios. Y peor aún, sin esperanza.
Martín frunció el ceño.
—¿Esperanza?
—Mira a tu alrededor. Han cerrado las iglesias, han prohibido los sacramentos, y la gente ha aceptado todo sin protestar. ¿Por qué? Porque han aprendido a temer más a la muerte que a la ausencia de Dios.
Martín asintió en silencio.
—Antes, cuando alguien moría —continuó el sacerdote—, se preparaban con los sacramentos. Se buscaba la confesión, la extremaunción, la Misa de difuntos. Sabían que la muerte no era el fin, sino el comienzo. Pero ahora…
—Ahora la ven como la peor tragedia posible —terminó Martín.
—Exactamente. Y ese miedo los ha vuelto dóciles. Controlables.
Martín se pasó una mano por el rostro.
—Recuerdo cuando mi abuela nos contaba sobre los mártires. Sobre San Ignacio de Antioquía, que iba al martirio con gozo y escribió: “Es hermoso morir para el mundo y vivir para Dios.” Ahora, la gente haría cualquier cosa por evitar la muerte.
—Porque ya no creen en la vida eterna —asintió el sacerdote—. Y cuando un pueblo deja de creer en la vida eterna, la muerte se convierte en su tirano.
Martín se quedó en silencio un momento.
—¿Y qué podemos hacer, padre? No podemos obligarlos a creer.
El sacerdote lo miró fijamente.
—No, pero podemos recordarles lo que han olvidado.
—¿Cómo?
El padre Esteban sonrió y señaló el campanario.
—Las campanas siempre han llamado a la batalla. Y esta es la mayor batalla de todas.
Martín abrió los ojos con sorpresa.
—Pero… si hacemos sonar la campana, la gente nos mirará como locos.
—O tal vez como despertadores. ¿Recuerdas lo que decía Santa Teresa de Ávila? “Muero porque no muero.” Esa es la actitud cristiana ante la muerte. No debemos temerla, sino anhelar la unión con Dios. Y es momento de que todos lo recuerden.
Martín miró la cuerda de la campana.
—¿Está seguro?
—Lo estoy. La muerte no es el fin. Pero el miedo a la muerte sí puede serlo.
LA CAMPANA QUE DESPERTÓ LA NOCHE
Esa noche, la ciudad dormía bajo el peso de su propia resignación.
Nadie caminaba por las calles. Nadie miraba las iglesias vacías.
Pero Martín subió los escalones de la torre con pasos firmes.
Arriba, el viento golpeaba la piedra fría. Frente a él, la cuerda de la campana colgaba, inmóvil, como si hubiera sido olvidada.
Sabía que lo que estaba a punto de hacer tendría consecuencias. Sabía que algunos se enfurecerían. Que otros se asustarían.
Sabía que una campana podía ser más peligrosa que un discurso.
Porque recordaría a la gente lo que habían olvidado.
Martín cerró los ojos.
Y tiró de la cuerda.
EL SONIDO QUE LO CAMBIÓ TODO
El tañido rasgó la noche.
No fue un sonido cualquiera. Fue un eco profundo, primitivo, como si el tiempo hubiera retrocedido siglos.
En las casas, los ancianos alzaron la cabeza.
En los departamentos, los niños preguntaron qué era ese sonido.
En la ciudad dormida, el eco de la campana rompió la inercia del miedo.
El padre Esteban sonrió.
—Hemos vuelto.
Y entonces, sucedió algo inesperado.
A lo lejos, otra campana comenzó a sonar.
Luego otra.
Y otra.
En distintos rincones de la ciudad, los campanarios que habían estado en silencio durante meses despertaban uno a uno.
Los párrocos, los sacristanes, los fieles que aún se atrevían a creer, todos comprendieron en ese instante que la batalla no había terminado.
Las campanas resonaban en la noche, llamando no solo a la oración, sino al despertar de un pueblo que se había dejado adormecer en el miedo.
Al otro día, cuando intentaron silenciarlos, ya era tarde.
Las campanas habían sonado.
Y la fe, que había sido enterrada bajo el miedo, había despertado de nuevo.
OMO
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