El Evangelio de hoy es un juego cruzado de pasiones. Conocemos a los protagonistas, Herodes, Herodías, Salomé… la historia nos la sabemos bien, y Oscar Wilde la remató con una adaptación que no sentó nada bien a las audiencias de finales del XIX. Ni siquiera a Sarah Bernhardt, la famosísima actriz a la que fue dedicada la tragedia, y que no quiso añadir con su interpretación un escándalo mayor al que le precidía. Digamos que esta es una de las pruebas evidentes de cómo el hecho cristiano hace cultura. Lo quieran o no, los sucesos que nos narran los evangelistas se salen de su marco religioso e inundan el universo cultural y social. ¿Cuántas veces hemos visto reproducida, con mayor o menor gusto, la Última Cena?, ¿y las bodas de Caná?, ¿y el Calvario? Un Dios que se ha metido en la historia de los hombres, como ya ha puesto su impronta en el planeta, va a tener una repercusión ineludible. Por encima de todo, lo que favorece la Encarnación, es la proximidad del hombre hacia esa eternidad que parecía inalcanzable, porque ahora, lo inalcanzable se ha hecho vecino.
He visto recientemente el museo más importante de la ciudad de Trieste. La casa de un empresario y conservador de arte del XIX que se hizo con un buen lote de obras de arte. En la tercera planta conviven en un mismo espacio dos cuadros que presentan el hecho central de la fe de dos religiones universales, la musulmana y la cristiana. En el primero, un pintor italiano del XIX refleja la salida del sol en una mañana luminosa, el emplazamiento parece el desierto. Hay medio centenar de musulmanes postrados de rodillas dando gloria a Dios, con las manos y la cara vueltos hacia la arena. Es la alabanza a un Dios que merece la sumisión y el respeto de aquellos que creen en Él. A su lado hay un cuadro pintado también por otro maestro italiano, un tanto desconocido, que refleja de raíz el hecho cristiano. Se llama Ave María. En él, una mujer de espaldas al observador, y con un bebé en brazos, toca en plena calle el pie derecho de una imagen de la Virgen. La acción sucede en un puente desconocido de una ciudad también desconocida. Es decir, una mujer interrumpe su rutina habitual para “tocar” la presencia sobrenatural, y allí pone todo su cariño. El cuadro muestra una relación de tú a tú, ya no hay un Dios en lontananza, sino vecinísimo, con el que se dialoga y del que se sabe su preocupación por lo humano.
Por eso, todas las manifestaciones del Evangelio, como digo, han tenido su consecuencia cultural. Hoy Herodes habla sin poner ningún juicio en lo que dice, está poseído por la pasión de una joven que ha bailado delante de él, y al mismo tiempo se ve obligado a no desdecirse de su juramento realizado delante de los comensales. Un hombre sometido al juicio de la mirada ajena, además de a la propia pasión, no es un hombre libre, por eso es capaz de lo peor. Qué libre en cambio se muestra el Bautista, que a pesar de jugarse la vida, sabe quién es su Señor, y sabe hacia dónde se dirige. Una vida que empieza en él y va camino del Otro. La de Herodes es una vida en soledad, sin más dirección que la que le permitan sus pulsión es interiores.
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