06/01/2025

Los personajes de «El Señor de los Anillos» no son cristianos, pero pueden hacernos cristianos

En J.R.R. Tolkien (1892-1973) hay una forma de apologética no explícita y una inmensa confianza en los poderes de la fantasía para darnos una visión clara de las cosas. Lo explica Hubert Darbon en el número 375 (diciembre de 2024) de La Nef:

Tolkien: apologética imaginativa

En vida, a nadie se le habría ocurrido llamar a John Ronald Reuel Tolkien apologeta cristiano: era ante todo profesor y filólogo -especializado, entre otras cosas, en inglés medieval- y, por supuesto, novelista. Fue su amor por las lenguas lo que le llevó poco a poco a escribir la que es, sin duda, la mayor obra literaria del siglo XX, no sólo la más rica y original, sino también la más influyente y, hay que decirlo, la más bella porque es quizá la más apologética.

La colección formada por El Hobbit (1937) y El Señor de los Anillos (1954-1955), enriquecida póstumamente por El Silmarillon y varias colecciones de textos recopilados y completados con talento por su hijo Christopher, nació de la necesidad de dar a las lenguas inventadas de la nada por Tolkien un contexto y unas historias en las que desenvolverse y justificarse. Pero no se trata sólo de una serie de buenas historias.

La más famosa, El Señor de los Anillos, narra la búsqueda de Frodo Bessac, un Hobbit (o Medio Hombre, no mayor que un niño), para destruir el Anillo Único. Este anillo, creado en su día por el señor oscuro Sauron, es el objeto más poderoso, más malévolo y más peligroso de la Tierra Media: quien lo lleve sufrirá terribles tormentos, pues el Anillo atrae y seduce, hace soñar con el poder y la gloria, pero corrompe irremediablemente a todos aquellos que lo portan. Debe ser destruido allí donde fue forjado, en el corazón mismo del reino de Mordor, donde reside Sauron, el cual desea una sola cosa: recuperarlo. Frodo no está solo, sino acompañado por un misterioso mago, Gandalf; un rey en ciernes, Aragorn; un gran guerrero, Boromir; un enano, Gimli; un elfo, Legolas, y otros tres hobbits, Merry, Pippin y Sam.

En la obra no se hace nunca mención a Cristo, la Virgen o los santos; no hay religión estructurada, ni clero, ni oraciones, ni catecismo. El texto nunca es formalmente cristiano. Ciertamente hay evocaciones, alusiones y semejanzas a personajes o escenas de la Biblia (Gandalf, Aragorn y Frodo tienen cada uno, a su manera, rasgos cristianos), dogmas e incluso ciertos aspectos del rito católico (por ejemplo, la cualidad sacramental del lembas, el pan de los elfos para viajar, y del miruvor, el cordial distribuido por Gandalf), pero pueden escapar a una lectura infantil o superficial.

El Señor de los Anillos’ (La Comunidad del Anillo, Las Dos Torres, El Retorno del Rey) es una de las obras literarias más influyentes del último siglo.

Esto hace que uno se pregunte por qué Tolkien describió El Señor de los Anillos como «una obra fundamentalmente religiosa, incluso católica; inconscientemente al principio, luego conscientemente durante su revisión».

La fantasía, una forma de arte superior

Esta cristianización consciente de la novela es tan sutil como profunda. Confiere a la obra una atemporalidad y una universalidad de las que parecen carecer las Crónicas de Narnia de su gran amigo C.S. Lewis, con quien a menudo se la compara. Lewis, por supuesto, era un gigante y un genio, aunque de otro tipo. En particular, a diferencia de Tolkien, escribió brillantes ensayos de apologética más convencional (está ampliamente considerado como el mayor apologista del siglo XX), pero hay algo poroso en la frontera entre ellos y su ficción que puede dar la impresión de un novelista con mano dura, cuando el ensayista es de un virtuosismo innegable.

La obra de Tolkien puede considerarse apologética no explícita o, por decirlo mejor, «apologética imaginativa«. La expresión procede de Holly Ordway, profesora de inglés en la Houston Christian University y especialista en Tolkien, que la explica así: «La imaginación es algo muy distinto de lo que podríamos llamar fantasía o ensoñación ociosa: es una categoría de conocimiento, del mismo modo que la facultad de razonar».

De eso trata el famoso ensayo Sobre los cuentos de hadas (1947), en el que Tolkien defiende la idea de que la fantasía, lejos de ser una vía de escape o de evasión, es el vehículo más poderoso de la verdad, con la excepción, claro está, de la propia Revelación. Tolkien compara la labor del escritor con la del Creador. «Creamos a nuestra medida y de modo derivado, porque somos creados; y no sólo creados, sino creados a imagen y semejanza del Creador». El mundo imaginario de una novela o relato fantástico no es un «mundo posible», sino un «mundo secundario» resultante de un proceso de «subcreación» similar, aunque a menor escala, al que dio vida al «mundo primario», el nuestro. La Creación es Arte primario; la subcreación, arte secundario. La fantasía, por tanto, es «una forma superior del Arte, posiblemente la más cercana a la pureza, y por lo tanto (si tiene éxito) la más poderosa»: ninguna mejor que la que permite «la recuperación» (recovery), es decir, «una recuperación, una recuperación de la visión clara»; en otras palabras, la recuperación de la capacidad de ver las cosas, no como son, sino «como estamos (o estábamos) destinados a verlas: como cosas distintas de nosotros mismos». La fantasía nos aleja de las dos cosas que nos hacen parpadear, «la familiaridad y la posesividad». El hábil subcreador nos lleva a un mundo secundario donde, por extraño que sea, por maravilloso que sea, todo es verdad: nos permite ver bajo una nueva luz aquellas verdades que, a fuerza de considerarlas como nuestras, como familiares o como dadas por supuestas, ya no vemos.

A un mundo que ha dejado de ver y conocer a Dios probablemente no le interesará una novela que le recuerde demasiado directamente lo que cree saber sobre el cristianismo. Pero apreciará una novela que presente la verdad en toda su frescura. Si ya no quiere oír hablar de la Crucifixión, sin duda podrá redescubrir su significado y su verdad presenciando el sacrificio de Boromir o el largo calvario de Frodo. Si cree odiar las ideas de orden, superioridad y realeza, seguramente verá su belleza y necesidad cuando admire la nobleza de Aragorn, y se encontrará anhelando, por algún impulso, el Retorno del Rey. Si profesa la inexistencia del Mal, seguramente abrirá los ojos a su terrible poder al ver la Tierra Media sufrir bajo el yugo de Sauron y los corazones más valientes doblegarse ante el poder del Anillo. El mundo primario ha tenido su Revelación: del mismo modo, el mundo secundario puede actuar una «subrevelación» en su propio seno.

El asombroso triunfo del Bien

El mundo primario ha conocido la más bella de todas las historias: la Encarnación, la historia del nacimiento, muerte y resurrección de Cristo, una historia que, como escribió Tolkien, «empieza y acaba en la alegría», una historia que termina en una «eucatástrofe«, es decir, una catástrofe buena, la victoria rotunda e inesperada del Bien y de la vida sobre el Mal y la muerte. Así pues, una fantasía que se propone ayudar a sus lectores a recuperar la vista (la única fantasía buena) sólo puede terminar «eucatástroficamente», con el triunfo asombroso del Bien.

Diego Blanco explica el concepto de «eucatástrofe» y su aplicación a Tolkien y al Evangelio.

El Señor de los Anillos se sitúa en un «pasado secundario» de nuestro mundo. Sus personajes no tienen conocimiento de la Encarnación ni de la Revelación. No son cristianos, pero sin duda pueden hacernos cristianos. Con ellos podemos comprender, como es debido, las verdades que con demasiada frecuencia olvidamos. Que la creación es bella y debe ser preservada. Que el Bien existe, que su negación es el Mal y que hay una clara línea divisoria entre ambos. Que el Mal no crea nada, sino que tienta, seduce, corrompe y destruye. Que no basta creer en él para que sea vencido, sino que hay que actuar, caminar, luchar, porque estamos llamados, como todas las cosas, a participar activamente, a pesar de nuestra debilidad, en la economía de la Salvación. Que los débiles nunca carecen de recursos, y que la victoria descansa en ellos incluso más que en los fuertes. Que el pequeño puede ser el más grande. Que la piedad nunca es en vano. Que hay que saber abrazar el sufrimiento. Que existe la Caída, y que sin la gracia sólo podemos fracasar. Que a pesar de nosotros, la providencia actúa, y que el Bien ha triunfado, triunfa y triunfará.

Traducción de Verbum Caro.

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»