A comienzos del verano del año 325, comenzaron las sesiones del concilio de Nicea. Había trescientos dieciocho obispos presentes, además de una multitud de sacerdotes, diáconos y acólitos. La gente decía que era como el día de Pentecostés, con hombres de todas las naciones y todas las lenguas.
Muchos llevaban las gloriosas marcas de los sufrimientos que habían soportado por Cristo. La salud de otros había quedado quebrantada por los largos años en prisión. Allí estaban los obispos ermitaños de Egipto, Pafnucio y Potamon, cada uno de los cuales había perdido un ojo por la fe; Pablo de Neocesarea, cuyos músculos habían sido quemados con hierros al rojo, como demostraban sus manos paralizadas; Ceciliano de Cartago, intrépido y fiel guardián de su rebaño; Santiago de Nísibe, que había vivido durante años en el desierto, en cuevas y montañas, así como Espiridón, el pastor y obispo de Chipre, y el gran Nicolás de Mira, ambos conocidos por sus milagros.
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