El más allá nos lo hemos tomado tan al pie de la letra que creemos que está justo allí, más allá de todo lo visible, tan lejos que ni la imaginación nos alcanza a diseñarlo. Y sólo cuando nos muramos llegaremos allí, a ese más allá. Pero esta manera de hablar parece la de un romano del siglo I antes de Cristo, que al morir esperaba que Caronte lo subiera a su barca, cruzaran juntos la laguna Estigia y se lo llevara a la otra orilla. Hoy el Señor deja impávidos a sus oyentes asegurándoles que el Reino de Dios, el reino del trono, del poderío absoluto y las falanges de ángeles del más allá, está en medio de nosotros. Es decir, las cosas de Dios no son cuestión de distancia, sino de agudeza visual. Esto es insólito, y si no nos lo parece es que no lo hemos leído bien.
Me gustan los santos y pensadores cristianos que profundizan en esta ruptura de los Cielos tan insospechada, en esta propuesta sobrenatural tan inmediata. Así, San Juan de la Cruz sabía que los bosques estaban vestidos de la hermosura de Dios, y que con sólo “mirar con intención de oír”, allí habita Aquél que tanto perseguimos. Thomas Merton dice que “en el centro de nuestro ser hay un punto de nada que no esta tocado por el pecado ni por la ilusión, un punto de pura verdad, un punto o chispa que pertenece enteramente a Dios, desde el cual Dios dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra voluntad”. Se refiere a dentro de nosotros, dentro del pecho, en el lugar que no alcanzamos a mirar pero que sabemos centro de nuestro ser. San Francisco le gritaba a los pájaros que alabaran a Dios, porque ellos muestran su belleza, porque todo cuanto vive forma parte de la alegría de Dios.
La fe nos da la seguridad de que pisamos terreno divino cuando nos echamos cada mañana a vivir. El más allá es entonces un presente que se alarga, no tengo otra forma de decirlo más claramente. Aquí ya mora el Señor con toda su potencia, eso lo comprobamos cada vez que participamos en los sacramentos. En ellos es donde aparece con toda su gloria y majestad, en esos misterios de Presencia. Ya lo dice nuestro Señor, “el Reino no viene aparatosamente”, y eso lo entendemos muy bien. Tengo entre manos un pequeño libro, mitad biografía de San Francisco mitad literatura de viajes, en el que su autor, un poeta en quien la fe es aún una primera pincelada del lienzo de su vida, cuenta su estancia a las once de la noche en la cripta donde se encuentra la tumba del santo de Asís, “me siento en uno de los muchos bancos libres y escucho“. Qué manera tan apropiada para expresar la disposición a rezar. Sin aparato, sin necesidad de sentir el fulgor de una presencia, sólo la escucha, como el depredador que en el movimiento de la maleza intuye la presencia de la presa.
Cuánta paz da saber que las cosas del más allá han empezado en la tierra. Porque nos gusta la amistad, los gatos, la lectura. Lo trivial se hace de oro, porque la mano de Dios está cerca.
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