10/04/2025

No morir en el pecado

La fiesta de «las tiendas» era para el pueblo de Israel la fiesta por excelencia de la esperanza, de la expectativa del mesías. De hecho, la auto presentación de Dios como «yo soy» tenía una fuerza impresionante, y los salmos y los textos de la escritura que se utilizaban en su celebración, subrayaban esta presencia poderosa de Dios en el templo con el majestuoso «Yo soy» del culto anual.

Jesús, en este contexto, se autoproclama como «Yo soy»; y por eso, la revelación no puede ser más evidente. En estas palabras que quieren responder a los que le preguntaban directamente y sin rodeos: «¿Tú quién eres?», se da la razón fundamental de su rechazo y del escándalo que suscitaba entre los judíos. Al final del capítulo veremos que lo quisieron apedrear. El evangelista san Juan, sin embargo, muestra cómo contrasta con esta actitud negativa radical la actitud de la gente sencilla, hoy nos dice: «muchos del pueblo creyeron en él».

Estamos ante la gran disyuntiva: aceptar o rechazar a Cristo. Él mismo advierte a quienes le escuchan que por su incredulidad, morirán por su pecado. Se trata de una llamada a poner en él nuestra confianza y no dar cabida al reproche o a la murmuración. Esta situación recuerda al episodio que hemos oído como primera lectura en la misa de hoy. En el desierto los hebreos también dudaron de la presencia de Dios con ellos, de su protección y cuidado y por eso murmuraron contra Dios. Recibieron un castigo que podemos calificar de pedagógico. Unas serpientes con su mordedura les inoculaban un veneno mortal. Solo mirando al estandarte que Dios le hizo a Moisés levantar sobre la tierra quedaban curados.

Jesús dice: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”». El mismo Jesús, en su diálogo con Nicodemo, nos explicó el significado de esta figura: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3,14). Y en otra ocasión: «cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12, 32-33). Este «ser levantado» Jesús se refiere a toda su Pascua: no sólo a la cruz, sino también a su glorificación y su entrada en la nueva existencia junto al Padre.

Ahí recibimos el antídoto contra el veneno del pecado. El mirar a la serpiente de antes es el mirar a lo alto de ahora. Hay que mirar a Cristo levantado. Hay que levantar la mirada. Convertirse es darse la vuelta, es el mirar hacia dónde van nuestros pies, hacia donde miran nuestro ojos, hacia dónde está nuestro corazón. Mirar con amor al Crucificado. Jesús asume esa imagen para sí mismo. Él es “la serpiente”, pero no la que proporciona el veneno sino la que proporciona el antídoto. Porque podemos preguntarnos cómo se fabricaba un antídoto antiguamente. Imaginemos una toxina que causa una enfermedad que es incurable. En la medicina antigua se descubre el modo de crear el antídoto, mezclándolo con su sangre. Jesús es consciente de que él muere, pero en ese proceso se produce el antídoto. Él traga nuestro veneno, pero permanece unido al Padre, no se aparta de su amor; no murmura contra él. «El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada». Esa es su victoria, que permaneciendo justo, sin pecar, ahora ha generado el antídoto para nuestro veneno. «Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5, 21). En su inocencia, Dios lo hizo pecado. Y ahora unido a nosotros sucede una cierta trasferencia.

El Hijo vino para tomar de lo nuestro para darnos de lo suyo. Tomó nuestra humanidad para darnos la divinidad. Tomó de nosotros la muerte para darnos su vida. Por eso dice: «Si no creéis que “Yo soy”, moriréis en vuestros pecados». Se refiere a la muerte de verdad, la segunda muerte, la muerte eterna. Es el pecado. Como cantamos en el Pregón Pascual: “¿De qué nos hubiera servido haber nacido si no hubiéramos sido rescatados? ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”

Sin Cristo moriríamos sin esperanza. Él nos ha rescatado asumiendo la muerte del pecador, siendo él justo. Ahora el sarmiento puede volver a estar unido a la vid. El sarmiento envenenado puede sanarse porque Jesús se ha unido a nosotros. Toma la pena del pecado; todo el mal que el pecado genera, de algún modo, pasa a él. Hasta el punto de que en su autoconciencia lo que él ve en Getsemaní es solo pecado. Él se ve a sí mismo solo pecado. Ese es el peso que le aplasta en su agonía cuando con gritos y lágrimas presentaba oraciones y súplicas. «Me muero de tristeza». Sentía terror y angustia. ¿De qué siente terror? ¿Cuál es el lugar del pecado? Es la lejanía de Dios, es el infierno. El terror de la condenación. Jesús en Getsemaní percibirá el odio de Dios contra el pecado, porque Dios ama al pecador, pero rechaza el pecado. De ahí el grito del hijo. ¿Por qué me has abandonado? Es el salmo 22, la oración de Jesús en la cruz que aparentemente no es escuchada. Pero el Padre está ahí. Las llagas de Cristo son las del corazón del Padre que, aun queriendo, no le puede responder.

San Pablo confesará su deseo irrealizable: «Siento una gran tristeza y un dolor incesante en mi corazón; pues desearía ser yo mismo un proscrito, alejado de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne» (Rom 9, 2-3). Cristo sí hizo esto que san Pablo no podía hacer. Es como si Satanás, al pensar que no puede con él, intentara que al menos cuándo se sintiese rechazado de todos, al menos ahí murmurara. Pero no lo consiguió. Cristo vence ya muriendo. La cruz ya se convierte en lugar de vida. Es ya una ofrenda de amor y así trasforma el pecado, porque lo consume con el fuego de la caridad y de la verdad. Él ha venido a luchar venciendo el mal a fuerza de bien. Su victoria no es no pecar sino luchar contra el pecado que anida en el corazón de los hombres.