Simeón es el protagonista indiscutible de la Presentación del niño Jesús en el templo. La Escritura lo describe con tres pinceladas firmes: un hombre piadoso, justo y además el Espíritu Santo estaba con él. No está nada mal. Me gusta mucho que las palabras del texto sagrado jamás hablen de los santos como “criaturas perfectas”. Simeón era justo, no perfecto; San José era un varón justo, pero tampoco se dice que fuera perfecto. La perfección es una palabra que nos hemos inventado los occidentales recientemente para decapitarnos los unos a los otros a base autoinmolaciones. He visto hace poco un documental sobre la situación social en Corea del Sur, el país con más índice de suicidios del mundo. Allí los jóvenes no pelean por adivinar su vocación y abrir en su pecho parcelas de generosidad por los demás, sino por conseguir una plaza en una de las tres universidades más exitosas de Seúl. Pelean por ganar la pelea, por la perfección del combate, por jugar a ganar. Esto es lo que digo que decapita al ser humano, dejándolo vaciado e inerte, sin sustancia.
Cuando el Señor dice que seamos perfectos como el Padre celestial es perfecto, se refiera a la insondable misericordia de nuestro Dios. Se refiere a la mirada redonda del Señor sobre su criatura, una mirada que lo abarca enteramente. no se refiere a la historia de un campeón olímpico. Me gusta la aclaración del psiquiatra Carl G. Jung cuando tocaba el asunto, “no se trata de ser perfecto, sino de ser completo”. Es una magnífica intuición sobre la verdad del ser humano. Los santos habían sabido integrar a Dios en su vida, por eso eran criaturas completas. Al perfecto se le mira en la distancia y se le aplaude, al santo se le aproxima uno porque sabe de Dios y de amistades.
La criatura completa no se hace a fuerza de los propios méritos, sino por la confianza en la presencia de un Dios que ha acampado entre nosotros. Qué espiritualidad más triste la que nace de la solitaria autoayuda. Es justo al revés, nos lo jugamos todo en el tamaño de la confianza. Así era Simeón, por eso dialogaba con Dios como un hombre habla con su amigo (así se hablaba en el antiguo Testamento de Moisés). Así se entiende que recibiera esa clase de iluminaciones, claridades o como queramos llamarlas. A la Virgen le predijo aquello tan espantoso de que una espada atravesaría su alma. La imagen es de una espectacular fuerza poética. No un hierro ardiente en la carne, sino una espada cruzando el alma de principio a fin. A nuestra Madre, aquellos contemporáneos de su Hijo no la flagelaron ni coronaron de espinas, sencillamente le despedazaron el alma, porque no hay dolor mayor que el de una madre viendo morir a su hijo. Vi hace un par de meses a una madre asistiendo a la muerte de su hijo en sus propios brazos. Sus pequeños órganos, que acababan de venir a este mundo, no respondían a los estímulos de una máquina, y había que empezar a desconectar. Vi como la espada le atravesaba el alma, entendí el inmenso dolor de la Virgen.
El Señor vuelve a pasar hoy por un ritual más en su vida con nosotros, debido a su condición de ser humano. Es fascinante nuestra fe, un Dios que no atraviesa el mundo a galope, sino que se baja del caballo, pisa nuestra tierra. Se queda.
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