“Israel, conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado”. “Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos, los pecadores tropiezan en ellos”. A veces, demasiadas veces, cuando tenemos nuestras caídas, nuestros pecados … pensamos que el Señor nos ha abandonado, nos ha “tirado.” Sin embargo somos nosotros los que “aflojamos las rodillas,” no nos acompasamos al ritmo de Cristo y terminamos por los suelos. A veces ante nuestras debilidades nos desanimamos, nos cansamos de intentarlo, dejamos la oración (“no estoy en gracia de Dios y no me vale para nada”, nos justificamos), atrasamos la confesión (“siempre me acuso de lo mismo y no noto que avance nada”), abandonamos la Eucaristía frecuente (“ya iré cuando lo sienta más profundamente”). En definitiva, nos quedamos tirados en el barro y pensando lo malo que es Dios que nos abandona.
El cristiano es el que se cae, aun con el cuerpo dolorido, vuelve a “subir al caballo” y “aprieta más fuerte las rodillas.” Sabe que se puede caer, una y mil veces, pero nadie le tira. Por eso, aunque no estemos en gracia de Dios, y nos sea difícil encontrar un sacerdote para confesarnos, no dejemos la oración, no olvidemos la Eucaristía, hagamos frecuentes comuniones espirituales y digamos al Señor: “Me duele todo, en cuanto pueda iré al médico de la confesión, pero vuelvo a subir al caballo y sigo avanzando; no me quedaré tirado en el barro”.
“Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas”. Sagaces para no dejarnos dominar por la desesperación, para saber lo que realmente es importante. Y sencillos para saber que Dios nos conoce perfectamente, que sabe que podemos caer, pero no nos preocupemos de “qué le vais a decir o de cómo se lo diréis” (buscando echar la culpa a la “cabalgadura”), simplemente diremos: “Aquí está el tonto de tu hijo dispuesto a caerse un millón de veces y a levantarse un millón más”.
¿Dificultades? Todas, no nos extrañe, pero galoparemos por encima de ellas guiado por el maestro que va a nuestro lado: Jesús
Cuando la soberbia, el orgullo, la sensualidad, el amor propio … se encabriten y creamos que no nos puede mantener por encima de ellas, le pediremos a nuestra Madre la Virgen que apacigüe a la “bestia” y se convierta en fiel instrumento de Dios.
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