27/06/2025

Pedro Gómez Carrizo analiza cómo lo razonable de la religión católica le llevó a abrazar la fe

Pedro Gómez Carrizo (Barcelona, 1966) es editor, profesor, traductor, analista político y experto en comunicación. Durante sus treinta años de vinculación al mundo editorial ha colaborado —como editor, prologuista, traductor o redactor— en cerca de trescientas obras de las temáticas más diversas: historia, filosofía, literatura, economía, arte, sociología, política, ciencia y religión.

¿Por qué se alejó de la práctica de la religión católica tras la primera comunión?

Realmente no puedo hablar de alejamiento en sentido estricto, pues alejarse de algo implica haber estado antes cerca, y yo nunca lo estuve. Es bastante común: hice la comunión en 1973 y en esa época poca gente se planteaba no hacerla. Solo en el caso de que existiese un rechazo explícito hacia la religión, y no era el caso de mi familia.

Supongo que esa etiqueta de “católico no practicante” estaba bastante consolidada. El problema es que esa etiqueta, en la mayoría de los casos, no era sino un eufemismo. Una forma de acallar la conciencia, de tranquilizarla con el espejismo de una filiación nominal que apenas implicaba nada. En la práctica, el modo de vida del llamado católico no practicante era indistinguible del de un agnóstico o incluso de un ateo respetuoso. Sin misa dominical, sin confesiones ni sacramentos, sin oración, sin conversión: una identidad vacía. Vivir como si Dios no existiera, pero sin declararlo.

Sin embargo, ¿por qué nunca dejó de buscar el sentido trascendente de la vida?

La dimensión trascendente es consustancial al ser humano. El hombre siempre ha buscado a Dios de una u otra forma. En todo tiempo y lugar ha existido esa frontera entre lo profano y lo sagrado de la que habló Mircea Eliade. Esa condición intermedia del ser humano que vive en tensión constante entre el mundo sensible y el mundo espiritual, entre la finitud y la trascendencia, entre el devenir y el Ser, es lo que Platón llamaba metaxy, y es precisamente lo que nos hace humanos. Goethe redime a su Fausto por esa aspiración constante hacia lo mejor.

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