24/12/2024

Por qué «La sociedad de la nieve» es una película «cristiana»… y va camino de ganar el Oscar

El termómetro surfea los cero grados, antojándose en Madrid una noche casi polar… como si el tiempo nos regalara una «experiencia inmersiva» de la película que vamos a ver. 

Y, es que, después de una larga espera, por fin llegó a los cines españoles La sociedad de la nieve, la única superproducción que ha contado con la «aprobación» de sus auténticos protagonistas, los supervivientes del accidente de avión en la cordillera de los Andes en 1972 –¡Viven! rozó, para muchos de ellos, el calificativo de simple «americanada»-.

Con un presupuesto de 60 millones de euros -la más cara de la historia de España-, esta coproducción hispano-estadounidense de Netflix, dirigida por el español J. A. Bayona -el de Lo imposible– y para mayores de 16 años (tiene escenas desagradables), será nuestra representante en los próximos Premios Oscar. Una obra rodada en Sierra Nevada, Granada (España), que ha tenido el acierto de hacer actuar a un grupo de jóvenes actores que se ha ganado el elogio de la crítica y el público. 

Pero, ¿merece la pena ver La sociedad de la nieve? ¿transmite valores útiles para ésta, nuestra sociedad, la «de la tierra»? Cuando se acaban de cumplir 50 años de la «tragedia» -para algunos- o del «milagro» -para otros-, ¿qué papel jugó Dios allá arriba? ¿cómo logra plasmar la película todos estos aspectos? ¿cómo nos interpela hoy esta historia? En mi opinión, La sociedad de la nieve es una película «cristiana», y verán por qué. ¡Comencemos! 

Si algo es esta película -y su historia real- es un bellísimo, y salvaje, canto a la fraternidad. Una hermandad que, a diferencia de lo que se estila hoy, no es emotivista, gesticulante, onomatopéyica, utilitarista y autoreferencial. Es una hermandad profunda, serena, vivencial, que, en un primer momento, «paradójicamente», no nace de los lazos de la carne -muchos ni se conocían-, sino que es en la prueba, en el sufrimiento, en la cruz, en donde se va a forjar ese vínculo tan fuerte, que, incluso, con la necrofagia como máximo exponente, llega a alcanzar un tipo de unión especialmente brutal. 

Una ligazón tan potente entre desconocidos -que un católico llamaría «comunión de los santos»-, que sorprende en este, nuestro tiempo, tan superficial. Una película que devuelve a la palestra valores de humanidad muy importantes para una época en la que los vínculos están totalmente rotos, y, más aún, si se trata de compadecernos unos de otros. Recuerdo todavía aquella analogía que me hizo el fallecido, y superviviente, «Coche» Inciarte –cuando le entrevisté para ReL en 2022-, entre «eso que se vieron obligados a hacer» y las palabras de Jesús de «el que come mi carne y bebe mi sangre, ese tiene vida eterna». ¿No es sobrecogedor? Desde luego que sí.

Y, más, cuando uno sigue leyendo: «Te pido que todos sean uno, así como tú y yo somos uno, es decir, como tú estás en mí, Padre, y yo estoy en ti. Y que ellos estén en nosotros, para que el mundo crea» (Juan 17, 21). Porque, considero que, si algo se formó allá arriba fue un solo cuerpo, una especie de melé -utilizando el símil rugbista-. Un solo cuerpo pero no uniformado, romo, sin notas discordantes, como persigue nuestra sociedad -que acaba vomitando después sin escrúpulos a todos aquellos cuya esencia consigue succionar-, sino un cuerpo formado por miembros, «simplemente» miembros, que, cumpliendo cada uno con su indelegable misión, logran alcanzar un objetivo final.

Una «sinergia» mística, podríamos decir, que se logra dar entre personas muy diferentes, que, estoy convencido, la providencia con esmero se encargó de colocar en un lugar muy concreto y en circunstancias extremas muy determinadas, para extraer, sin duda, para todos, un bien mucho mayor. Una pequeña «iglesia sufriente» sobre las blancas nieves de los Andes. Una lección de convivencia necesaria para un mundo como el actual, en el que al mínimo contratiempo uno se acaba por divorciar. ¡Escuchemos, escuchemos a la sociedad de la nieve todo lo bueno que nos puede enseñar!

De la amistad a la fraternidad

Pero, antes de la fraternidad, se da también una amistad entre muchos de los miembros de aquel avión. Y la mejor escena sobre ello aparece al principio de la película, en un bar en el que se reúnen los chicos de la clase alta uruguaya -los jóvenes del Colegio Stella Maris de Montevideo (Uruguay), fundado por los Brothers Christian, que luego pasarían a jugar en el Old Christians de rugby-. Uno de los protagonistas, casi en lágrimas, le pide a otro que les acompañe al viaje, ya que podía ser la última vez que disfrutaran juntos en la vida. Como después, así sería. Una amistad que, por cierto, Jesús nos propone constantemente: «A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer».

Pero, entonces, llega el accidente y de esa amistad entre algunos se pasa a una fraternidad entre todos. Y, el primer favor que se hacen, nada más estrellarse, es pedirse un cigarrillo: con la sencillez de ese gesto nacerá la sociedad de la nieve. La tragedia rompe de un plumazo lo políticamente correcto, el guardar las apariencias, las corazas protectoras que solemos ceñirnos ante el desconocido. Es el drama, por tanto, el que los hace humanos, el que los pone de forma brusca «con los pies en la tierra», se acaban las caretas, y toca ayudar al enfermo, consolar al que desespera, calmar al irascible y despedir al hermano. Un: «de que le vaya bien al vecino depende mi propia vida». ¡Ay, si aplicáramos esta máxima para todo!

De hecho, viendo la película, sobre todo después del impresionante «aterrizaje» -una obra maestra ya de las escenas de acción- y de las avalanchas que se ven obligados a sufrir, uno bien podría pensar, ¿por qué no se quitaron la vida y se evitaron así más sufrimiento? «Fue el instinto de supervivencia lo que les hizo seguir viviendo», dirían algunos, pero, para mí, la respuesta correcta es: porque vivieron esta experiencia en comunidad. Resulta curioso, hoy en día, que por situaciones objetivamente mucho menos trágicas la gente es capaz de tirarse por un balcón. ¿Por qué? ¡Porque se vive en la más absoluta soledad!

Ese Alguien que rondaba por allí 

Y, además de la amistad y de la hermandad, allá arriba es evidente que hay Alguien poderoso que los protege. Hemos visto en más de una tragedia cómo la desesperación de la gente por sobrevivir puede llevarle a enfrentamientos y odios tremendos. Sin embargo, en la sociedad de la nieve hay Uno siempre rondando por allí. Sobre la nieve se percibe la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios, muy propios todos del Espíritu Santo. Y, es que, ¡»por sus frutos Lo conoceréis»! La tercera persona de la Trinidad resulta ser la encargada de guiar sus pasos, sus pensamientos, sus decisiones… les mantiene la mente fresca, para aplicar con firmeza las estrategias de supervivencia, y les da, sobre todo, humildad para poder obedecer. Incluso les guía por el camino de vuelta… ¡y les pone hasta un «salvador» montado a caballo!

Es más, durante toda la película hay acciones, gestos, frases… que evidencian la gran cercanía de Dios de muchos de los pasajeros del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya. El rezo del Rosario o las jaculatorias están presentes en muchas partes, incluso la obra empieza en una iglesia de Montevideo en la que gran parte del pasaje, al unísono, responde con un premonitorio: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús». Curioso, ¿no?

Por no hablar del impresionante debate moral que mantienen los supervivientes antes de comerse los cuerpos de sus compañeros. Llegando algunos a decir: «Tenemos una vida que debemos cuidar», «Os autorizo a que, cuando muera, me comáis a mí también» -Pablo VI llegó a decir que, si no lo hubieran hecho, habrían cometido pecado-… o la carta de Nicolich a sus padres: «Rezamos todas las noches y las mañanas, y todos los días uno encabeza las oraciones comentando con sus propias palabras el sentido de la oración. Es una manera de darnos fe y ánimo mutuamente».  Y, por supuesto, el bello testamento en forma de nota manuscrita que deja Numa Turcatti antes de morir: «No hay amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos». ¿Puede una frase resumir mejor aquellos 72 días?

Puedes ver aquí el tráiler oficial de La sociedad de la nieve. 

Incluso, en una sociedad tan cristiana como «la de la nieve», donde los principios del Evangelio rezuman por los cuatro costados, hay un espacio para la negación del propio Dios. Porque, solo en una cosmovisión tan libérrima como la nuestra uno se puede permitir el lujo de prescindir de Él. En uno de los diálogos centrales de la película se puede escuchar a un joven «ateo» preguntarse, de alguna manera, casi como Benedicto XVI en Auschwitz, ¿dónde está Dios? Asegurando que el único Dios eran aquellos que le ayudaban. Mientras, su compañero, con fe, compasivo, se mantiene a la escucha, -yo así lo creo- rezando por él.

Precisamente, la historia de este pasajero nos evoca al padre del niño inglés al que recientemente las autoridades dejaron morir. Pidió el bautismo porque «había conocido la ausencia de Dios». Como cuando caes en una huella de dinosaurio y comienzas a tomar conciencia de que existe este tipo de reptiles. Porque, señoras, señores… hay pisadas en la vida tan enormes que solo pueden ser llenadas por unos pies de esas mismas dimensiones. El avión cayó en una de estas grandes huellas, en el Valle de las Lágrimas -así se llamaba ese lugar antes del accidente-… que solo podía llenarse del propio Dios.
 

PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»